Antes de releer el número 7-8
Pero también la vida nos sujeta porque precisamente no es como la esperábamos.
(Jaime Gil de Biedma. Noches del mes de junio.)
Cuando yo entré en Olvidos no tenía ni 20 años. Yo no sé cómo llegué ahí, aunque es algo que me ha pasado constantemente en mi vida. Llego a un sitio donde creo que no me corresponde estar, pero donde quiero estar. He tenido siempre mucha suerte, sobre todo con la gente que me ha tocado conocer. Impresionante. De verdad que a mí la vida me ha puesto siempre al lado personas excepcionales, y yo, pues por lo menos he podido apreciarlas. Yo no escribía. Ni pintaba, ni hacía música, ni ná. Acababa de empezar Filología Hispánica y a través de mi amigo Rafa Goicoechea había conocido a Luis García Montero y a Javier Egea, y luego a Mariano Maresca y a Ignacio Mendiguchía y a Andrés Soria y Álvaro Salvador y a Juan Carlos Rodríguez y a más. Yo venía de un colegio de monjas y de un instituto público. Sí es verdad que me había dado panzadas de leer, sin criterio, con el absoluto convencimiento de que los libros me iban a enseñar a vivir; sobre todo yo quería aprender de sexo, vaya, y convertirme en una mujer bohemia, aunque me daba un poco de susto. Podía haberme dedicado a experimentar con cuerpos reales (que sus misterios,/ como dijo el poeta, son del alma/pero un cuerpo es el libro en que se leen), y también, pero menos. Yo quería saberlo todo antes de ponerme a la faena y por eso leía. Digo yo que les caí bien y confiaron en mí, pero qué fatigas más grandes pasé. Entonces no había Internet, así que cuando alguien hablaba de Pollock o de Bacon o de Kurt Weill o de quien fuera, yo no preguntaba, no fuera a ser que mi imagen de mujer bohemia quedara por los suelos y me expulsaran del paraíso, pero claro, no era tan fácil averiguar qué habían hecho estas personas, leerlos, oírlos, verlos, en qué libros los iba a encontrar, qué discos me tenía que comprar, ¿iba a entender sus cuadros? Recuerdo una Navidad leyendo compulsivamente a Althusser, qué trabajico. Me vino muy bien porque luego he tenido que leer cosas imposibles de Lingüística y ya tenía el músculo entrenado y la paciencia de pasarme páginas abstrusas con la esperanza de finalmente pillar algo. Como el que aprende otro idioma, yo estaba allí, con un ansia de saber y una disposición arrolladora. Eso es lo que creo que se podía ver en mí, disposición y alegría, porque me lo pasé muy bien también. Una buena crianza nocturna que agradezco. Cuando salía un número de Olvidos me lo leía de un trago. Y me iba enterando. Y me hartaba de ir al cine y de ver exposiciones y de ir al teatro y de leer, leer y leer y de salir y de beber. Lo de sexo, mejor en otro lugar.
Pasados más de treinta años, agradezco. Agradezco haberme criado así. En una ciudad que ahora recuerdo mucho más viva (igual era yo, no digo que no), con cines y teatros y bares y librerías que al final sí me enseñaron un poco a vivir y a pensar como me gusta pensar y, sobre todo, la gente, claro. Yo es que he tenido mucha suerte.
Después de releer el número 7-8
Me cuesta pensar que los textos de este número estén escritos hace treinta años.
Pasolini
A pesar de que, como dice Mariano en su artículo “En favor del pesimismo”, siempre hay algo de Pasolini que impide estar completamente de acuerdo con él, también es difícil no rendirse a tanta lucidez.
En el texto “Abjuro de la trilogía de la vida”, de 1975, proclama en las primeras líneas que jamás hay que usar la excusa de que el poder acabará instrumentalizando cualquier manifestación honesta para callarse. Es así, lo hará, pero hay que comportarse como si esa peligrosa eventualidad no existiera. Sin esperanza, con convencimiento. Me impresiona ese sentido de la responsabilidad.
Si, más tarde, el poder digiere lo que el autor había pretendido que se le atragantara, entonces se abjura; y eso hace él: “Abjuro de la Trilogía de la vida, pero sin renegar de haberla hecho.” Pretendió representar el eros, los cuerpos y el sexo con alegría e inocencia. Luego esos cuerpos se convirtieron en algo vano por decisión del poder consumista, la falsa liberación sexual. Pues la respuesta es Saló.
Conclusión: No queremos saber nada y aceptamos lo inaceptable. Así es. La vida es un montón de ruinas insignificantes e irónicas.
Drogas
Reproduzco la cita de La ley de la calle que abre el artículo de Jesús Arias “Los brazos que arden y otros enigmas”:
Me parece imprescindible el ensayo de Sergio Benvenuto. Ahorra muchas digresiones. Comenta fundamentalmente dos posturas sociales ante la droga:
- 1. Defender el derecho a drogarse como defendemos el derecho a conducir nuestro vehículo particular. La tarea del estado es, pues, hacer carreteras y coches más seguros y luchar contra el tráfico ilegal, multiplicar los centros de rehabilitación…
- 2. La posición católica anti-ilustrada: los jóvenes se drogan porque “la sociedad moderna, basada en los valores laicos de la Ilustración, se revela como una sociedad infernal”. De modo que el drogadicto lo que hace es denunciar el demonio del materialismo y, de paso, repetir el pecado original: querer manipular su propia naturaleza, traspasar los límites que corresponden a la condición humana, como el aborto o la clonación. En el caso de las drogas, sustituir las leyes naturales por el propio placer o para estar a la altura de las exigencias de la vida (doping, anfetas, ansiolíticos).
En principio estaría predispuesto a la toxicomanía todo el que padezca una “debilidad”, o sea, todos. Ícaro. Afán por dominar y controlar el yo e ir más allá.
Juan J. Gallegos se pregunta qué queremos curar. Mientras haya un placer prohibido (la manzana de Adán y Eva), una posible transgresión, hay una posibilidad de escape (¡Oh, tiempo, suspende tu vuelo!), un arreglo para la angustia, el tedio, la depresión, el miedo. ¿Cómo nos vamos a querer curar de ésta nuestra única esperanza?
Yo nunca me he curado de los años de Olvidos. Aparentemente llevo una existencia rehabilitada, pero, a poco que rascas…
Olvidos de Granada Nº 7-8
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