Memoria y Olvidos
La relectura del número 5 de Olvidos de Granada, en el que colaboré hace casi tres décadas, es un ejercicio imprevisto de introspección. De repente, me siento lector de mi propia vida, no solo de una revista. Sus páginas espolean mi memoria.
Mi colaboración en aquel número fue un relato que titulé Camino de Santiago, en el que a través de un personaje ficticio narraba los recuerdos y sentimientos que la isla de Cuba provocaba en mí. Dos acontecimientos me habían servido de urdimbre para tramar aquella fantasía: la visita a una luminosa exposición de Juan Vida, Iré a Santiago, que tuvo lugar en Granada en abril de 1983, y un viaje a Cuba realizado en julio de 1984. Ambas experiencias me hicieron sentir la necesidad de mostrar la huella que libros, nombres, canciones e historias de Cuba habían dejado en mi conciencia. Decidí engarzar aquellas sensaciones en un relato que entonces me enorgulleció y ahora leo con más pudor que gozo.
No obstante, aquel texto posee para mí un significado que trasciende su valor literario. Daba cuenta de un mundo íntimo y significativo, estrictamente personal, que entonces como ahora podría ser leído sin demasiado fastidio. Hoy sin embargo no tendría mayor trascendencia si no fuese porque ese texto se enraíza en un tiempo que no es solo mío, un tiempo compartido que emerge de entre las brumas del olvido cuando leo de nuevo la revista. Y es ese tiempo rescatado el que atrae mi atención.
Cuando el número 5 de Olvidos de Granada se publicó el país vivía un tiempo de general optimismo. Un grotesco y oscuro intento de golpe de estado había fracasado en febrero de 1981 y un año y medio después el PSOE había ganado las elecciones generales de manera abrumadora. El pasado franquista parecía definitivamente sepultado. Todo se percibía entonces radiante y puro. Las miserias del nuevo tiempo socialista aún no habían aparecido, aunque ya comenzaban a gestarse. Pero cuando ese número se editó en marzo de 1985 aún se vivía el júbilo de la transformación social (esta misma revista que ahora releo, inconcebible hoy, fue fruto de aquel momento eufórico). Pocos meses después, el 12 de junio, se firmaría en Madrid el Acta de Adhesión de España a las Comunidades Europeas, ingreso que se formalizó el 1 de enero de 1986. Y en ese mismo año de 1986 tendría lugar otro suceso trascendente: el referendo sobre la continuidad o abandono de la OTAN, organismo al que España pertenecía desde 1982. Era un compromiso electoral del PSOE y su intención era votar contra la permanencia. Sin embargo, el sí que Felipe González defendió posteriormente fue uno de los primeros y más graves incumplimientos de los muchos que llegarían después. Sin embargo, como digo, aún no se percibían las sombras y las traiciones de los gobiernos socialistas. En aquellos momentos todavía era primavera.
Entonces tenía la sensación de que la sociedad española podía cambiar verdaderamente, pero no me fiaba del todo de los nuevos gobernantes. Me sentía a la par esperanzado y receloso. Al igual que muchos otros compañeros comunistas, que habían resistido la tentación de cambiar de bando, es decir, de partido, tras aquel triunfo apabullante, contemplaba atónito cómo tantos y tantos militantes de izquierdas abandonaban sus derrotados partidos para adherirse al PSOE como creyentes recién iluminados. En abril de 1983, en las segundas elecciones municipales democráticas, yo había sufrido una dolorosa humillación como integrante de la candidatura del PCE, que había aceptado encabezar como un heroico y estéril testimonio de que no todo el mundo era voluble. Los socialistas arrasaron de nuevo y apenas nada de lo que habían hecho otros partidos de izquierda en los años anteriores mereció reconocimiento. Aquella debacle me apartó brusca y afortunadamente del mundo de la política. Me sentí aliviado y a la par defraudado ante tanta desmemoria.
Mi decepción era apenas una lágrima en un océano de exaltación colectiva. Por eso, leído ahora, resulta especialmente llamativo el artículo de Juan Montabes Pereira en ese número de Olvidos advirtiendo contra los coqueteos de algunos relevantes socialistas, concretamente Luis Solana, con la Comisión Trilateral, una opaca institución financiera e ideológica de la que ya apenas se habla pero que en aquellos momentos se consideraba uno de los organismos que más determinaban (¿o quizá sería mejor decir imponían?) las decisiones económicas y políticas de los gobiernos de todo el mundo. Era entonces como mentar a la malhadada Troika de nuestros días. El repelús que sentía el autor del artículo ante semejante colaboración era premonitorio de los tantos escalofríos que provocarían los gobiernos socialistas en los siguientes años.
Leo asimismo con especial interés el reportaje que la revista realiza a propósito de la aprobación de los Estatutos de la Universidad de Granada. De nuevo me siento interpelado. Yo había participado en la ponencia redactora de esos estatutos, impulsados por la Ley de Reforma Universitaria, como representante de los profesores no numerarios. Recuerdo con gran placer los días encerrados en un hotel de Salobreña. Los ponentes teníamos entonces la voluntad clara de plasmar en aquel texto los fundamentos de una nueva universidad. Estábamos decididos a aprovechar aquel proceso constituyente para hacer una verdadera transformación, no un simple arreglo. Y en cierta medida se logró. El tenso debate que siguió a la redacción inicial reveló que no era fácil sin embargo conciliar intereses tan encontrados, que no era fácil desmantelar privilegios atávicos. Las diferencias entre los sectores más conservadores y los más progresistas eran difícilmente conciliables. La cuestión capital era qué tipo de universidad se deseaba, qué grado de democracia interna se estaba dispuesto a aceptar. Las concesiones y las renuncias permitieron finalmente un acuerdo precario. Pero en ese extenso reportaje sin firma de la revista se advertía ya de los riesgos del consenso alcanzado. Uno de los más evidentes sería la desarticulación de los movimientos más críticos, bien por agotamiento o bien por la integración en las estructuras de poder que acababan de nacer. Es decir, se advertía de la quiebra de lo político. El vaticinio se cumplió en no poca medida.
Me resulta imposible leer ese artículo ahora sin tener en cuenta el panorama desolador de la universidad española casi treinta años después. ¿Qué fue de aquella universidad viva y comprometida que anhelábamos? En realidad, no le ocurrió nada grave. Simplemente nunca llegó a existir. La burocratización acabó frustrando tempranamente las aspiraciones de los estatutos, los disconformes se cansaron de protestar o se acomodaron, los viejos vicios se reprodujeron después de un tiempo de disimulo. El resultado salta a la vista: una universidad ensimismada, impotente, acrítica, mediocre, amansada, paralizada ante los ataques despiadados del gobierno actual del Partido Popular, en la que la prioridad para los profesores es engrosar sus currículos y donde los alumnos se muestran mayoritariamente apáticos e incapaces de reaccionar a las medidas que los vapulean y los expulsan.
Aquel sin embargo era todavía un tiempo de esperanza. Era el tiempo de ajustar cuentas con el pasado, con las herencias recibidas. Gregorio Cámara, que años más tarde habría de prologar el libro El florido pensil, de Andrés Sopeña, realiza en ese número de Olvidos de Granada una disección de los libros escolares del franquismo. Tantos años después aún causa escalofríos comprobar cómo fueron, fuimos, adoctrinados los niños que estudiamos hace medio siglo. Cuánta brutalidad, cuánta estulticia, cuánta patraña, cuánta porquería ideológica fluían por sus páginas. A veces se tiende a afirmar que no fue tan grave aquel adiestramiento, que al fin y al cabo sobrevivimos. No soy tan optimista. Pienso que muchas de las miserias actuales -la corrupción política y económica, la impunidad de la mentira, la resignación y la cobardía, el fanatismo religioso, el cinismo y la pillería…- hunden sus raíces en la educación de aquellos años pantanosos. Ninguna palabra es inocua. Todo deja huella y nuestro presente debe mucho a aquella educación, que se resiste a morir, que regresa cuando menos lo esperas. La infame ley de educación que promueve en estos días el ministro José Ignacio Wert es un testimonio de la perdurable mugre del nacional-catolicismo.
Leo en fin la revista sin atisbo de melancolía, sin la más mínima nostalgia. No reclamo como mejor ningún tiempo pasado. Esta mirada retrospectiva tiene sin embargo un efecto benéfico. Me descubro parte activa de una época, me reconozco coherente e incorruptible en medio de tantas deslealtades, y esa sensación de firmeza me reconforta. Tiene sin embargo otra triste consecuencia: el reconocimiento de la fragilidad de lo nuevo, los retornos cíclicos de lo más negro de nuestra historia, la dificultad de hacer perdurables los frutos de la razón.
Olvidos de Granada Nº5
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