Sin perdón (1992) y Gran Torino (2008) de Clint Eastwood
Asesinato, entierro y funeral del western
Al final de “Gran Torino”, dirigida e interpretada por Clint Eastwood cuando ya frisaba los ochenta años de edad, un cura jovenzuelo y rubicundo oficia el funeral en memoria de Walt y dice algo así como que fue gracias a él que aprendió todo lo que sabía sobre la vida y la muerte. Porque Walt Kowalski, el taciturno protagonista de la película; duro, violento, gruñón, desagradable y malencarado, era alguien que, desde luego, sabía mucho sobre eso. Sobre la vida. Y sobre la muerte.
Pero antes de enterrar al muerto y de rezar un responso por él, retrocedamos en el tiempo para asistir al asesinato, cometido en 1992. Porque el bueno de Clint Eastwood, antes de filmar su testamento fílmico y vital en “Gran Torino”, había matado al western a través de una película prodigiosa, de una obra maestra incontestable: “Sin perdón”.
“Matar a alguien es algo muy duro, chico. Le quitas no solo todo lo que es, sino también todo lo que podría llegar a ser”.
La frase que William Munny le dirige al jovenzuelo que le acompaña en la misión de eliminar a dos vaqueros que habían rajado a una puta y, por cuya muerte, sus compañeras ofrecen una recompensa; es el mejor resumen posible no solo de la propia película, sino de una forma radicalmente diferente de entender el western. Y ahí tenemos que estar necesariamente de acuerdo con el cineasta Martin Scorsese cuando dice que, con esta película, “Eastwood transformó radicalmente el western estadounidense y subió la apuesta en términos de la moralidad de una película del oeste: qué es bueno y qué es malo; quién es bueno y quién es malo”.
Porque “Sin perdón”, más allá de desmitificar el western, se une al “Grupo salvaje” dirigido por Sam Peckinpah en su labor de meterle un puñado de balas a su centenaria historia, asesinándolo con total premeditación y alevosía. Como dice el propio Eastwood: “Me parece que lo que hace a “Sin perdón” un western distinto de otros míos es que trata de la violencia y sus consecuencias bastante más que los que había hecho anteriormente”.
Los protagonistas de “Sin perdón” son un puñado de viejos tan achacosos como violentos y desalmados que, tratando de adaptarse a los nuevos tiempos, se ven obligados a enfrentarse de nuevo a su pasado. Y, entre ellos, un chaval que les admira y trata de imitarles. Aunque, en realidad, lo que admira es su leyenda. El mito que les acompaña.
Así, cuando Schofield Kid mata a su primer hombre, un tipo que, desarmado, se encontraba en una letrina, cagando; se da cuenta de que nada de lo que le habían contado era cierto. Es decir, sí es cierto que Munny era un tipo notoriamente violento e inmoral que había matado a hombres, mujeres y niños. A cualquier cosa que se arrastrara, en realidad. Pero nunca hubo nada de heroico en todo aquello. Se trataba, únicamente, de una vida de alcohol y violencia en la que sobrevivía no el más rápido con la pistola, sino el más frío y desalmado de los contendientes.
El contraste entre el fondo y la forma de la película es mayor todavía porque buena parte de este último western de Eastwood está filmado al estilo clásico, aunque lo que muestran las imágenes es absolutamente novedoso e inesperado. Como ver al propio Eastwood hozando entre los cerdos o cayéndose de su caballo, por ejemplo. Y no una, sino varias veces: ¡la vejez, qué mala es! La vejez y la falta de práctica, que también resulta sorprendente comprobar cómo Munny es incapaz de acertarle a una lata con su revólver.
Las conversaciones nocturnas de los protagonistas en torno al fuego versan sobre los achaques de la edad, los sinsabores de la soledad o sobre lo incómodo que es dormir al raso. Y, cuando los viejos tiempos salen a relucir, Munny procura pasar de puntillas sobre ellos, tratando de no recordar. Porque no es un pasado del que sentirse orgulloso, precisamente, como demuestran las pesadillas y los delirios provocados por la fiebre que el pistolero padece cuando cae enfermo.
No es de extrañar, por tanto, que Eastwood mantuviera guardado en un cajón el prodigioso guion de “Sin perdón”, de David Webb Peoples durante diez largos años; tiempo necesario para cumplir la edad que precisaba el personaje de William Munny.
Un personaje que, en la parte final de la película, se convierte de nuevo en ese ángel caído que, con su espada flamígera y vengadora, volverá a matar a todo lo que se mueve frente a él. Contrasta la blancura de la nieve y la claridad de los espacios abiertos que preceden al desenlace de la cinta con lo sombrío y oscuro de la fotografía de la larga y memorable secuencia en que Munny entra el Saloon de Big Whisky a vengar la muerte de su compañero de andanzas y buen amigo, cruelmente asesinado por el shérif de la localidad.
Una secuencia que hace confluir en Munny a buena parte de los personajes que Eastwood ha interpretado a lo largo de su carrera. En este momento de la película, más que a Clint Eastwood interpretando un papel, lo que vemos en pantalla es al propio Eastwood, cuyas duras facciones y la violencia de su expresión han sido talladas con cuchillo, a lo largo de los años, por el héroe del serial televisivo “Rawhide” con el que saltó a la fama o por el estólido personaje sin nombre de las películas de Sergio Leone, pasando por Josey Wells, el fuera de la ley. Y, por supuesto, Munny también es Callahan, Harry Callahan, también conocido como Harry el sucio. El fuerte. El ejecutor. Como sostiene Martin Scorsese: “Clint Eastwood, en esa pantalla, era una presencia mítica inmediata en el cine. Hay mucha pasión. Y una gran comprensión de lo que es ser humano”.
Esta última secuencia, además de derrochar una violencia como pocas veces se ha visto en el cine (otra vez es obligatoria la comparación con el desenlace de “Grupo salvaje”), deja diálogos memorables en la memoria del espectador. Como el momento en que el shérif echa en cara a Munny que hubiera matado al dueño del Saloon, que estaba desarmado. “Pues debió haberse armado, cuando decidió decorar su local con el cadáver de mi amigo”, es su contundente respuesta.
Y llegamos al final. Bajo la lluvia. Cuando Munny se apresta a dejar Big Whisky y, montado en su caballo, un relámpago ilumina su rostro. Es un rostro fiero y animal. Salvaje. Un rostro violento que se muestra especialmente amenazador cuando grita que, como alguien vuelva a molestar a una puta, él volverá y matará a todo el mundo. Como testigo de semejante promesa… una bandera de la Unión, con sus barras y estrellas. ¡Toda una declaración de intenciones!
“Siempre pensé que si iba a ser el último western que hacía, sería un último western perfecto porque, de alguna manera, desmitifica todo el concepto del cine del oeste y la idea de los héroes del western”. Extraordinaria forma de describir una de sus obras magnas, la que tiene Eastwood. Una aseveración con la que coincide el actor Tim Robbins, cuando sostiene que: “En Sin Perdón no hay una línea clara entre el bien y el mal. La moralidad y la inmoralidad. Quién el es héroe y quién no. Asume la naturaleza humana y creo que Esatwood entiende de eso. Sobre el bien y el mal”.
Tras conquistar al público y a la crítica con un filme que se hizo acreedor de cuatro Óscar de Hollywood, incluyendo los de mejor película y mejor director, Eastwood siguió dirigiendo e interpretando películas excelentes, como la intensa “En la línea de fuego”, la desopilante “Space Cowboys”, el atractivo thriller “Deuda de sangre” y la impresionante “Million Dollar Baby”, con la que volvió a arrasar en la taquilla, además de conquistar el favor de la crítica y de llevarse otro puñado de Óscar. En todas ellas, Eastwood dio vida a personajes mayores y con achaques, baqueteados y machados por la vida; pero con necesidad, ganas y empuje de seguir adelante. De cumplir una última misión. De desfacer un último entuerto.
Y así llegamos a “Gran Torino”, última vez en que Eastwood se dirige a sí mismo. La película comienza en el funeral de la mujer de Walt Kowalski, un veterano de la guerra de Corea de origen polaco que, como dijimos al principio de este artículo, resulta de lo más desagradable: no se lleva bien con sus hijos ni con sus nietos. No se lleva bien con el joven sacerdote que insiste en tutearle y, sobre todo, detesta a sus vecinos, vietnamitas de la etnia Hmong que se han instalado en su barrio, provocando la huida masiva de buena parte de los vecinos de toda la vida.
Aunque, puesto a detestar, lo que Walt detesta por encima de todo es que invadan su propiedad, por lo que no dudará en enfrentarse a un grupo de asiáticos que, peleando entre sí, se ha metido en su jardín y, amenazándoles con su rifle, los echa de su casa con cajas destempladas.
Así las cosas, tenemos a un Walt que solo se lleva bien con su perra. Daisy. Y con ciertos tipos tan chapados a la antigua como él. Gente de la clase trabajadora, orgullosa de ser norteamericana. Y blanca, por supuesto. Un Walt al que gusta sentarse en el porche de su casa, a la caída de la tarde, a tomar una cerveza mientras el sol se pone por el horizonte, con una bandera de los Estados Unidos como permanente presencia y seña de identidad, flameando al viento, junto a la puerta.
Toda esta imaginería, por supuesto, remite al universo del western en que tantas veces hemos visto a Clint, desde su más tierna juventud hasta que encarnó a ese William Munny, salvaje y vengador, al que ya hemos descrito. Sobre todo, impresiona ver a Walt armado con su rifle, con el rictus de frío asesino sin compasión que tantas veces le ha caracterizado.
Una noche, desde su cama, Walt escucha ruido en el garaje en el que guarda su más preciosa posesión: un Gran Torino de 1972. Un coche al que mima y cuida con esmero y pasión. Nuevamente armado con su rifle, Walt entra en el garaje y se encuentra con Thao, uno de sus vecinos. Un adolescente que aún no ha encontrado su camino en la vida y al que otros compatriotas hmong intentan captar para su banda. Una banda de matones duros y violentos que han impuesto a Thao una prueba iniciática: robar el Gran Torino del cascarrabias de su vecino.
No llegamos a saber qué habría hecho Walt con Thao, de haberlo conseguido enfrentar: viejo y torpe, tropieza en la oscuridad y se cae aparatosamente, dando la oportunidad de huir al asustado chaval. Resulta duro ver a Clint Eastwood por los suelos, desmadejado y hecho un guiñapo. Porque igual que vimos en el western anterior, “Gran Torino” se basa en la total y absoluta identificación que el espectador hace del actor con el personaje al que interpreta.
Unos días después, Walt tendrá ocasión de volver a blandir un arma de fuego. En esta ocasión, se enfrenta a un tres afroamericanos que andan molestando a su vecina, Sue, la hermana de Thao, que también es hmong, pero que es una chica. Y allá va el caballero andante, bajándose de su camioneta blanca y espetando la tan célebre como polémica: “¿Qué tramáis, morenos?”.
Un Don Quijote que, loco perdido, amenaza con los dedos a sus contrincantes. Como si tuviera una pistola. Pero sin tenerla. Como un niño que juega a indios y vaqueros. Como Contador, cruzando en campeón la línea de meta en las etapas de montaña del Tour de Francia o la Vuelta a España. Y los chavales, alucinando con el viejo, se ríen de él, le insultan y le amenazan. Hasta que Walt les suelta otra de sus perlas más famosas y reconocibles:
“¿Nunca os habéis cruzado con alguien a quien no deberíais haber puteado? Ese soy yo”.
Entonces echa mano al interior de su cazadora y, ahora sí, pone en la cara de los macarras una auténtica pistola. Los chavales, evidentemente, se rajan, cagados de miedo. ¡Y es que Walt/Clint es lo que no hay! Más grande que los mismísimos Himalayas…
A partir de ahí, la película cuenta la relación de Walt con Sue, con Thao y con el resto de la comunidad asiática que le rodea. Una relación de mutuo descubrimiento y conocimiento que, poco a poco, desemboca en una auténtica amistad, presidida por el afecto y el cariño; lo que permite al espectador cobrarle simpatía al hosco y antipático personaje de Walt.
Pero la vida sigue sin ser fácil para Thao. Por eso, cuando los matones hmong abusan de él, Walt reacciona como todos esperamos que lo haga: pegando una paliza a uno de esos macarras. ¡Ahí está de nuevo el viejo Clint, rompiéndole la cara a un osado jovencito que, en realidad, no tiene media hostia! ¡Qué gustazo, volver a disfrutar, una vez más, de Clint el justiciero! Ahí podemos descubrir, por ejemplo y sin ir más lejos, la presencia del reverendo de “El jinete pálido”, el superviviente de “Cometieron dos errores” o el vengador de “Infierno de cobardes”. Por no hablar de William Munny, por supuesto…
Solo que, como ya aprendimos en “Sin perdón”, la historia no es como nos la han contando, una y mil veces: la banda de los hmong, en vez de achicarse y plegarse a las amenazas de Walt, no solo acribillará a balazos la casa de la familia de Thao, sino que secuestrarán a su hermana Sue, la violarán y, como decía un personaje de “El Padrino”, la pegarán como a un animal.
Llega, entonces, el momento de hacer justicia. Justicia de verdad.
A partir de este punto, “Gran Torino” se adentra en los emocionantes y subyugantes territorios de la genialidad de un Eastwood que, maestro como es, decide filmar un testamento que es, a la vez, vital y cinematográfico, a la altura de “Los muertos”, la última y elegíaca película de John Huston.
Vemos a Walt, arrasado por la rabia, destrozarse las manos mientras aporrea todos los muebles de su casa y, después, más tranquilo, diseñar un plan. Un plan definitivo que le permita acabar, de una vez por todas y para siempre, con los matones que amenazan a esos amigos que se han convertido, en el ocaso de su vida, en su auténtica familia.
Thao, por supuesto, también clama venganza y, al encontrar a Walt limpiando concienzudamente su pistola, le pide ir con él y acompañarle en la misión de castigo.
-No me decepciones, Walt. Tu no. -¿Que eres ahora? ¿Un matón sediento de sangre?
Thao no le hace caso e insiste, sosteniendo en sus manos el rifle de Walt, como si fuera un tipo duro:
-¿Ésta es la mía? -¿Has disparado un arma anteriormente? -No. -Déjala ahí. Quiero enseñarte algo.
Entonces Walt y Thao bajan al sótano en que Walt guarda sus recuerdos de la guerra de Corea. Entre ellos, viejas fotografías, algunos objetos de campaña… y una medalla. Se ve que es una medalla importante. Una medalla al valor. Walt se la entrega a Thao, tras contarle que la ganó por liderar a su batallón en la captura de un nido de metralletas enemigo. Una batalla en la que él fue el único superviviente de su grupo.
-Quiero que la tengas tú. -¿Por qué? -Porque todos conocíamos el peligro que entrañaba la misión y aún así, fuimos. Esta noche podría pasar lo mismo.
Se hace un silencio incómodo. Y Thao, balbuceando, le pregunta a Walt:
-¿Qué se siente al matar a un hombre? -No lo quieras saber.
Aprovechando un despiste, Walt deja encerrado en el sótano a un Thao que colérico, insiste en acompañarle, exigiendo que le libere.
Y, entonces, Walt estalla:
-¿ Quieres saber lo que siente al matar a un hombre? Es horrible, maldita sea. Y es peor aún que te den una medalla por hacerlo. Por matar a un crío que solo quería rendirse. Un amarillo joven y asustado como tú. Le disparé en la cara con el arma que tenías en las manos. No hay un solo día que no lo recuerde. Y no querrás vivir con eso. Yo ya tengo las manos manchadas de sangre. Las tengo sucias. Por eso voy a ir solo esta noche. -¡Déjame salir! ¡Quiero ir contigo! -Mira, has cambiado mucho. Estoy orgulloso de que seas mi amigo. Pero tienes una vida entera por delante. Sin embargo, yo no. Tengo que acabar lo que empecé y por eso voy a ir solo esta noche.
Antes de ese magistral diálogo, cargado de fuerza, hemos visto cómo Walt se preparaba para enfrentar el desafío, sabiendo que podía ser el último. Un sencillo, pero fascinante ritual: le ha pedido a su amigo el barbero que le afeite con navaja, se ha hecho un elegante traje a medida, ha dejado a su perra al cuidado de su vecina, una vietnamita tan vieja y gruñona como él y, sobre todo, ha ido a confesarse con el cura, para satisfacer el último deseo de su esposa. Aunque, a éste no le ha contado nada de lo que ha desvelado a Thao, con quien sí se ha confesado de verdad, a pecho descubierto, como se hace con los amigos.
Y así se presenta en la guarida de los matones. Solo. A pecho descubierto. Y pone en práctica el mismo truco que empleó con los tres afroamericanos, jugando con sus manos desnudas. Y con un cigarrillo.
La primera vez que vi “Gran Torino”, recuerdo que estaba en la sala de cine, entre emocionado e intrigado, preguntándome a mí mismo: “¿cómo lo hará esta vez?” Porque, sinceramente, con cuatro o cinco rivales enfrente que, además de fuertemente armados, se encontraban parapetados en una casa; ni el más rápido pistolero del Oeste, en plenitud de facultades, tendría muchas probabilidades. Pero si William Munny fue capaz de matar, él solo, a cinco rivales, incluyendo a Little John, ¿por qué no podría repetir Walt aquella hazaña?
Entonces, Walt introduce nuevamente su mano en el interior de la cazadora y, con un gesto tan rápido como enérgico… ¡saca su mechero, mientras es acribillado a balazos por sus enemigos, que se emplean con saña contra él!
El cuerpo sin vida de Walt queda tendido sobre el asfalto, con los brazos extendidos, como si de un nuevo Cristo se tratara. Y es que, con este gesto, con esta inmolación, Eastwood no solo mata a Walt, sino a todos los personajes anteriormente interpretados por él y que todos guardamos en nuestro imaginario. Esos personajes que, ellos sí, consiguieron resolver a través de las armas y la violencia las situaciones a las que se enfrentaron. Personajes como el violento e inmoral William Munny o el poco ortodoxo, pero muy eficiente Harry Callahan.
Los malos, en este caso, irán a la cárcel y purgarán sus pecados de acuerdo a la legislación vigente. Porque el sistema funciona y ya no es tiempo de pistoleros ni vengadores que se toman la justicia por su mano.
“Gran Torino” termina, más allá del funeral de Walt, con la apertura del testamento en el que lega su apreciado coche a Thao, su discípulo. Su aprendiz. Thao, un joven al que no solo ha ayudado a madurar y a convertirse en un hombre, enseñándole una profesión; sino al que, literalmente, ha salvado la vida, dándole la oportunidad que otros muchos jóvenes jamás tuvieron. Como Schofield Kid, por ejemplo, al que vimos emborracharse, lloroso y balbuceante, aterrorizado por la siniestra presencia de Munny, llegando a creer que iba a matarle.
Ver a Thao conducir el coche de Walt, con Daisy al lado, mientras el joven cantante James Cullum, un niño prodigio del jazz contemporáneo, desgrana la letra de la canción “Gran Torino”, compuesta por el viejo Clint; es el mejor resumen de una película que es necesario reivindicar como una de las grandes joyas del cine contemporáneo.
Un extraordinario artefacto fílmico que, jugando con el imaginario colectivo del western, Clint Eastwood utiliza para dinamitar sus convencionalismos y para obligar al espectador a reflexionar sobre la violencia como método para la resolución de conflictos y, sobre todo, sobre sus consecuencias, igual que hizo en “Sin perdón”.
Pero todo esto es una opinión, por supuesto. Porque, como bien dice Clint Eastwood, hablando sobre su cine, con una sonrisa sardónica: “Prefiero dejar en mano de los espectadores si quieren o no sacar conclusiones, si quiere participar conmigo y descubrir si le ha gustado la cosa”.