Olvidos de Granada nº 4

José Carlos Rosales

El número 4 de Olvidos de Granada fue editado en febrero de 1985. En su interior Antonio Jiménez Millán entrevistaba a José Bergamín, se transcribía una inédita entrevista a Julio Cortázar fechada en 1980, los estrenos de París-Texas y de Los santos inocentes, pero el tema principal se centraba en LA CIUDAD VISIBLE E INVISIBLE, un heterogéneo análisis que tomaba el graffiti, el extinto Teatro Cervantes, y el Robinson Urbano de Antonio Muñoz Molina, para reflexionar sobre la ciudad de entonces. José Carlos Rosales firmó un artículo en aquel número, entre otros, en el que reflexionaba acerca de las contradicciones del sistema escolar español. Hoy vuelve a mirar al pasado, con la sensación de volver al presente.

Nada cae en el olvido

Las contradicciones del sistema escolar español en la década de los años 80 fueron analizadas en las páginas de Olvidos de Granada en numerosas ocasiones. Y es que la situación de la enseñanza española en todos sus niveles fue una de las preocupaciones más constantes de la gente que hacíamos aquella valiosa revista cultural: en su número 4 (febrero de 1985) el profesor Juan Jesús Barrios López –el inolvidable Juan Barrios– cuestionaba las insuficiencias y desenfoques que la Ley General de Educación de 1970 había introducido (o mantenido) en la etapa educativa de la Formación Profesional. En aquellas fechas se estaban generando en España una larga serie de debates a la sombra de los estudios y documentos que poco más tarde servirían de apoyo a la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE), uno de los buques insignia de la voluntad reformadora de los gobiernos de Felipe González. Y Juan Barrios, en su artículo sobre la FP (“¿Reforma o desaparición? La Formación Profesional, hoy”) llamaba la atención sobre la mala imagen social de las enseñanzas profesionales, su función de sumidero para aquellos alumnos académicamente excluidos o las notables carencias estructurales de los Centros y Profesores de la FP de aquella época. Hablaba también Juan Barrios de la necesidad de que esas reformas se tomaran en serio consolidar “habilidades básicas y buenos hábitos de estudio”. Ahora sabemos que nada de eso se planteó con eficacia ni, por desgracia, se consiguió en las proporciones deseadas.

De alguna manera el paso del tiempo le dio la razón a Juan Barrios. Baste sólo un ejemplo: en diciembre de 2013, en una extensa conversación con Enric González publicada en el magazine virtual Jotdown, Javier Solana (ministro de Cultura y, también, de Educación y Ciencia con Felipe González) se mostraba orgulloso de haber colaborado en la extensión de la enseñanza obligatoria en nuestro país y, al mismo tiempo, desvelaba cierto pesar sobrevenido: “Antes duraba hasta los catorce años y la prolongamos hasta los dieciséis. Sabíamos que era caro, pero se hizo. Y eso llevó consigo una reforma donde lo único en que dudé fue si llevarla hasta los dieciséis años pero acabando la ESO a los catorce o los quince. Eso puedo dejarlo en duda. Donde creo que no tuve éxito fue en la Formación Profesional […]. No fuimos capaces de que la Formación Profesional fuera considerada formación, auténtica educación […]. El agujero quedó patente en la FP.” Y aunque es cierto que, al menos en algunas autonomías (la andaluza, por ejemplo), la FP ha experimentado un desarrollo muy espectacular y positivo, estas enseñanzas no dejan por ello de estar todavía consideradas, al menos en algunos sectores de nuestra sociedad, como un acceso subalterno o periférico a la vida adulta laboral. Conozco más de una familia universitaria que sufrió serios ataques de estupor o de pánico cuando alguno de sus hijos expresó el deseo de ser carpintero, bombero o peluquera. Pero el tiempo acaba aclarándolo todo, casi siempre para bien, y hoy muchos jóvenes españoles escogen sin complejos de ninguna clase los estudios de FP: frente a las equívocas tentaciones que siguen ofreciendo las profesiones llamadas liberales (médico, abogado, arquitecto…), prefieren dejarse llevar de otras pulsiones más acordes con sus preferencias o intereses personales. Y aquí podríamos hablar de los privilegios (¿de clase?) o distinciones institucionales (becas diversas, facilidades para ampliar sus estudios en el extranjero, dotaciones presupuestarias…) que los estudiantes universitarios disfrutan frente a los de la FP. Pero esa sería otra historia.

Y procurando no caer en la mirada reumática o melancólica, entre las preocupaciones permanentes de Olvidos de Granada también estuvo la ciudad, no sólo la de Granada, pero también la de Granada. Sí, el tema de la ciudad era una constante en las páginas de Olvidos: desde la crónica de sus tensiones urbanísticas al compromiso con la conservación de su patrimonio monumental, de la reivindicación de sus espacios como lugares de encuentro a la constatación de sus diversas caligrafías. Y así, en el número que venimos comentando, se incluyeron artículos sobre los grafitti urbanos (de Ignacio Mendiguchía o de Juan Cañavate), sobre el Albaicín morisco (de Bernard Vincent), sobre un retorno al café Suizo de Granada (de Rafael Pérez Estrada) o una aproximación a la génesis del Teatro Cervantes (de José Luis López Jiménez), un edifico más entre tantos otros desaparecidos malsanamente en esta ciudad sometida a un continuado proceso de desaparición irresponsable que dura hasta nuestros días. López Jiménez nos recordaba el origen del teatro burgués ilustrado en una coyuntura histórica en la que ya habían sido abandonados “la plaza y el palacio como lugar del espectáculo en favor del escenario fijo y único”. Granada necesitaba un teatro acorde con las aspiraciones de sus habitantes. Y a principios del siglo XIX se inició el proyecto que culminaría en un poderoso y amplio edificio situado frente a la plaza de Mariana Pineda. Derruido en 1966 para construir en su solar una de esas “pajareras” de vecinos (bastante acomodados, en este caso) tan frecuentes en la España de los años 60, este edificio teatral articulaba todo su entorno bajo ciertas premisa ilustradas que (todo hay que decirlo) nunca tuvieron demasiada suerte en esta ciudad del sur. Tal vez si las tensiones urbanísticas no se hubieran obsesionado permanentemente en dirimir sus diferencias y chantajes en el centro de Granada, ahora disfrutaríamos de una urbe más abierta y amable, más fluida. Pero la historia fue como fue y, tal y como señalaba José Luis López Jiménez, “la falta de un ensanche exterior concentró los esfuerzos de transformación urbana en la zona central, con resultados de enorme trascendencia en la organización de la ciudad”. Todavía hoy, en 2014, soportamos la penosa solución inconclusa de todos esos conflictos urbanísticos con el desgarro añadido de la demolición de un edificio que nunca tendría que haber desaparecido. Ese y tantos otros. Durante los años 80 muchas ciudades españolas iniciaron importantes aventuras de recuperación de sus centros históricos, “donde los edificios teatrales, todavía ruinosos, abandonados y olvidados, esperan a ser piezas esenciales de su ciudad”, se nos decía en este artículo sobre el Teatro Cervantes para culminar con una idea premonitoria y cierta: “Evidentemente, esta oportunidad no se presentará en Granada”. Y así ha sido: Granada, salvo contadas excepciones, no sólo ha continuado destrozando zonas significativas de su pasado urbano, sino que también ha renunciado a cualquier tentativa de futuro, no sólo urbanístico sino también cívico o ilustrado.

Así era Olvidos de Granada: una ingeniosa revista cultural que, junto a sus inclinaciones literarias más ambiciosas (hay en este número artículos y reseñas sobre Antonio Muñoz Molina, José Bergamín, Lezama Lima o Juan Luis Panero), incluía aproximaciones al cine, al tebeo, al rock and roll o a la moda. Y, además, siempre reservaba un espacio para la publicación de algunos inéditos, en esta ocasión de José María Vellibre, Ángeles Mora o Federico García Lorca.

Y ahora, en marzo de 2014, cuando releo y reviso el número 4 de Olvidos de Granada, tengo la rara sensación de volver al presente. De viajar del pasado al presente y no al revés: cuando eres joven, o demasiado joven (aunque la juventud nunca se tiene en demasía), te mueves del presente al futuro convencido de que los tiempos que vendrán serán tiempos mejores, se cumplirán tus sueños, el mundo acabará aceptando tus sugerencias o propósitos. Todo está por delante. Pero cuando han transcurrido tres o cuatro décadas y viajas del presente al pasado para encontrar razones que te expliquen por qué diablos no estás en el lugar previsto, descubres que en tu equipaje habitan algunas cosas que se quedaron sin usar. Les pasa a todos los viajeros: deshacen su maleta y miran la ropa que nunca se pusieron o el libro que nunca tuvieron tiempo de leer. Y todo ello vuelve a estar presente ahora. Por eso pienso que releer hoy Olvidos es volver al presente. Volver a lo que queda por hacer. Como ha dicho hace poco Jan Fabre, ese artista, coreógrafo y dramaturgo belga al que también se le dedicaron amplios espacio en la revista Olvidos, y que tanto nos gustó cuando vino a Granada en los años 80, “hacerse un artista joven lleva toda una vida”. Y así ha ocurrido con Olvidos de Granada: los años la han hecho definitivamente joven. Sus páginas nos llevan al presente.

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