Harlem
Harlem se muere y revive, cambia y se muere, revive, se muere.
La semana pasada cumplió 25 años un tugurio que está en Adam Clayton Powell y que se llama París Blues, por la película de Sidney Poitiers y Paul Newman, y que lleva todos esos años sobreviviendo gracias al dinero de blancos bien intencionados como Paul Newman.
Hubo tarta con velas, champán y muchas fotos, pero sobre todo música: Route 66, Summer time, esas cosas de toda la vida. Un señor de dos mil años rapeó. No había visto nada igual desde hace quince años, en Pampaneira, en un bar de jamones.
Harlem Jazz Machine con Marvin Vines y Okäru. Marvin se había puesto chaqueta para la ocasión. Búscalos en YouTube, hice vídeo con mi teléfono pero no salió bien. Falta una niña de 17 ó 18 que fue la princesa del clarinete.
Las paredes del París Blues están llenas de medallas curiosas, una foto dedicada de Michelle Obama y de toda la familia de Michelle Obama, de Bill Clinton, de Josephine Baker, de Charlie Rangel que es diputado de NY desde más o menos cuando se abrió el local. También de Al Sharpton, un cura muy famoso que está dando explicaciones en la tele por no pagar impuestos. Fotos del dueño, de militar, y su parche de “I served in Vietnam”, sus premios, los recortes del periódico, sobre el bar y sobre glorias del barrio. La música de la máquina de música se puede controlar desde el teléfono. Bruno Mars y Michael Jackson. Mucho reggae.
En las vitrinas detrás de la barra hay copas de Martini criando polvo porque aquí nadie toma Martini, se toman cervezas y chupitos de whiskey, y algunas toman vodka con zumos de colores. De los estantes cuelgan cosas raras, una nota en una hoja de libreta dice “Now we sell well liquor”.
El dueño del bar se llama Samuel Hargress Jr., tiene otros dos mil años y pasa bastante de todo, con su traje blanco y su fedora. Old cat. Detrás de la barra están Estelle y Judith que son hermanas y hablan español, todas las noches llevan arroz y frijoles para los músicos y para quien quiera; lo cocina su madre que se pincha insulina en el cuartillo de atrás.
Anoche había señoras con turbante de colores y señores con traje de tres piezas, sombrero y abrigo, modernitos de barba larga y modernitas de bola afro, y culos en medias doradas que pueden aguantar una copa en la rabadilla mejor que el de Kim Kardashian. Una pareja como salida de la sección de moda de Vice cantó Les Feuilles Mortes en francés y en inglés, dos lenguas, dos bocas, Nueva York y París. A algunos neoyorquinos trasnochados les gusta decir que las dos ciudades están en el mismo paralelo, así las ponen en los mapas, pero no es verdad, la que está en el mismo paralelo es Madrid.
El fotógrafo dice que Nueva York es la mejor, que no hay ninguna como Nueva York.
Este bar es un espejismo de convivencia porque aquí no hay convivencia. No van a juzgar a Darren Wilson (blanco), el policía que mató a Michael Brown (negro) en Ferguson, Missouri, ni seguramente al que ha matado el crio de 12 años que jugaba con una pistola de pega en un parque, ni juzgaron a los que le pegaron 50 tiros a un novio de despedida de soltero al salir de un club de Queens. Las protestas amainan hoy, que es Acción de gracias, San Givin. Hasta que hay otro.
El fotógrafo dice que lleva 40 años en NY y que este bar es ya el único sitio auténtico y un chaval de Minnesota me dice al oído que es la mejor noche de su vida.
La chaqueta de la muchacha que cantó Les Feuilles Mortes lleva el logo del Lenox Lounge que estaba dos calles más allá y que desapareció hace dos o tres años. Era otro local de jazz pero con paredes forradas de cebra. Tuvo que cerrar por el alquiler, que subía sin parar. Entonces otros quisieron abrirlo y parece que una noche el antiguo dueño se robó el luminoso para que por lo menos el nuevo no pudiera aprovecharse de su aura. Tampoco existe ya el Saint Nicks.
Hay otros blancos no tan bienintencionados que generan el desastre. Yo trabajo para uno de ellos. La Universidad de Columbia ha comprado todos los solares de West Harlem para ampliar el campus y traer riqueza al barrio: ha dejado el Cotton Club en una isleta de tráfico. Los vecinos y las boticas y los tugurios cerrarán o se irán si pueden para el Bronx o más lejos para dejar las calles limpias y los locales listos para los estudiantes y sus Starbucks.
La policía ayuda: este verano ha hecho una redada en la que se llevó a cuarenta y tantos con la intención de terminar con una banda de moteros, pero terminó con la rehabilitación de la mitad de ellos, que habían dejado la tal banda mucho antes. La investigación fue complicada, encontraron que había varios policías en la banda de moteros.
En inglés se llama gentrification, en español aburguesamiento, es un mal implacable que ha terminado desde que vivo aquí, con el Lower East Side, Williambsurg y Hells Kitchen. Vivo aquí desde hace ocho años. Me da la impresión de que el París Blues y todo Harlem se va a tener que encomendar a otros santos, porque ni Obama ni Di Blasio ni Charlie Rangel ni Bill Clinton van a mover un dedo por su supervivencia.
A Harlem le queda menos que a Venecia.
En los años que viví en Granda desapareció el Sacromonte y la Manigua y medio Albaicín. Apareció el Reina Mora, el Polígono y el centro comercial Don José.
Aserejé.