La obra de Victoriano Alcantud Hacedores de imágenes. Propuestas estéticas de las primeras vanguardias en España (1918-1925) es un libro cuidado, de exposición clara y amena, con notas pertinentes y reveladoras, y bien documentado. Es una obra novedosa en su enfoque crítico e imprescindible para entender el alcance y repercusión de las primeras vanguardias del siglo XX en nuestro país.
Este autor granadino, afincado en París desde mediados de los 80, tras un breve análisis de los fundamentos teóricos de la estética, nos muestra en lenguaje elegante y preciso la transformación estética promovida en España por intelectuales y artistas de la talla de Vicente Huidobro, Cansinos Assens, Gómez de la Serna, Gerardo Diego, Larrea, Borges, Ortega y Gasset o Guillermo de Torre.

Alcantud expone en esta obra las claves estéticas de la modernidad. Un tiempo tensado por la competitividad y la reducción del símbolo a imagen, cuyo efecto más visible es la fragmentación de los discursos. Tiempo de vértigo que produce en el sujeto desconcierto y un cierto vaciado de lo simbólico.
El libro hace un recorrido por las interpretaciones más relevantes de estas vanguardias, deteniéndose más en las de Cansinos y Ortega, para demostrar sobradamente que la modernidad llega a nuestro país gracias a estas vanguardias, y en primer lugar, de la mano del ultraísmo.
Las nuevas formas de crear y de abordar la obra artística, las irrupciones y modificaciones provocadas por estos poetas y artistas tras la Primera Guerra Mundial, transformaron la percepción del arte e inyectaron savia nueva en las venas de la incipiente sociedad de masas. “El ultraísmo –sostiene Alcantud- es ante todo la primera tentativa cultural española coherente para sincronizar al país con la hora europea, para salir del aislamiento y del casticismo.”
Fue la llegada a Madrid del chileno Vicente Huidobro el acontecimiento, que marcó los comienzos de la modernidad en España. Recién llegado de París, su inicial posición creacionista derivó en esa corriente peculiar y extrema que fue el ultraísmo.

El inicio “…coincide con un momento histórico en el que el país acababa de vivir un desarrollo económico sin precedentes gracias a los efectos de la guerra europea. Lo que había creado expectativas de todo tipo, y en especial culturales. Nuevas capas sociales empezaban a reclamar bienes culturales como una necesidad de primer orden. Frente a esta demanda nada cabía esperar de la renovación de la vieja vida bohemia literaria ni de los académicos sin público. Un núcleo de la clase media cultivada no tardaría en ponerse de acuerdo en un proyecto renovador de las estructuras culturales y sociales del país. El papel de Ortega y Gasset es decisivo a la hora de establecer y de aplicar los criterios de este proyecto” (Alcantud). También el encuentro de Huidobro con Cansinos, que presidía en aquellos momentos el círculo del Colonial, fue fundamental y sirvió de catalizador.
“El ultraísmo nace en Madrid a finales de 1918. Las vanguardias históricas fueron en toda Europa un fenómeno urbano y ciudadano, propio al desarrollo de las grandes ciudades y a la concentración de poblaciones”. La nómina de los ultraístas –prosigue el autor- es incierta “…una multitud de aprendices poetas se pusieron a escribir “poemas ultraístas”, aunque nadie supiera en realidad lo que aquello quería decir”. Y tanto los que lo acogieron como los que fueron nominados, los que lo practicaron sin saber que lo hacían o los que se autodenominaron ultraístas como Torre, identificaban la metáfora y la imagen, y creían que el potencial de creación procedía del juego de la “figurabilidad sensible” del lenguaje. Otros, de tendencia más escéptica como Borges, veían en la metáfora sólo un remedo de la impotencia del lenguaje para decir lo real. Pero todos ellos acabaron por acusar el impacto de la centralidad y la dominancia de la imagen.

La asimilación de la metáfora a la imagen -sostiene el autor- es el instrumento que adoptó el ultraísmo y -con matices- las posteriores vanguardias en esta transformación. “La imagen –escribe- tenía esa capacidad de desdoblar y de multiplicar lo real o bien de juntar elementos dispersos en una comunidad de signos. Podía percibir la relación justa entre dos lejanos captados en su relación máxima como quería Reverdy. Podemos llamar a esta máquina que posee la doble capacidad de establecer rupturas y conexiones “montaje”. No sería más que hacer explícito el vínculo entre el poder de la imagen de los poetas y el de la imagen que frecuentaba las salas oscuras.”
Aquí se localiza el núcleo de esta obra magnífica de Alcantud. Núcleo que puede pensarse como una eclosión de lo imaginario -desbridado de lo simbólico- en las vanguardias de comienzos del siglo XX. El autor analizará, paso a paso, la repercusión de esta dominancia de la imagen, sobre el telón de fondo del declive y la relatividad de toda norma ética y estética, la parataxis, en términos de Jacques Rancière. Autor de quien Alcantud se reconoce deudor.
En efecto el background, nietzscheano si se quiere, supone la quiebra de la dimensión simbólica de la norma y la apertura de una dialéctica de la pasión imaginaria, que contrapone lo caduco a lo nuevo: las tendencias europeas, introducidas por las vanguardias frente al moralismo ultramontano y al casticismo.
Las vanguardias de la postguerra no urdieron mimbres suficientes para sostener la ficción ético-política comunitaria. Pero sí aportaron, con su fuerza creativa, un intento modernizador del que, el discurso estético y la creación artística salieron ganando en nuestro país. Al precio, eso sí, de un deslizamiento hacia la fragmentación y el juego metonímico de espejos. De ahí su nihilismo conclusivo como vanguardias. Pero ello no invalida el horizonte abierto a la estética y a la creación, por más que no lleguen a alcanzar una dimensión auténtica en el plano ético-político.
A su deriva, y revestido de un aparente derecho transcendente, el poeta pudo jugar y buscar, en esa perpetua lucha imaginaria y vindicativa, la supervivencia cultural tras el desastre. Un retorno, podríamos decir, del “homo est lupus per hominem” inserto ahora en el ámbito cultural. La “Gran Guerra” no pudo dejar en nuestro país una huella del dolor o de la pérdida en el ámbito cultural; el daño, distante, no llegó a cobrar el peso de la deuda simbólica para prohibir el retorno de lo terrible. Simplemente se deslizó el combate a otros frentes con otras armas.

Los poetas se atrincheraron en la urbe, para enfrentarse con la pluma y el pincel a otros enemigos, siempre eternos, siempre necesarios. Y en el frente, el nuevo combatiente hubo de romper la última resistencia a su alcance: el lenguaje. Para unos, enemigo impotente para decir lo indecible de la imagen; para otros, perturbador del momento prístino de la creación. En todo caso, un Amo que imponía normas inasumibles. Poemas, cuadros, obras mixtas y totales gritaban por sí solos con el acto creativo y consagraban el instante de sorpresa –en pretendido fuera de discurso. Una libertad ansiada para la imaginación, que buscaba escapar a toda brida simbólica.
Pero, tal vez por la mímesis irreflexiva con que se adoptaron los modos estéticos europeos, tras el instante de pasión y comunión (a veces solipsista), no se abrió un horizonte ético-político, sino el retorno al viejo orden religioso, recubierto de nuevos rituales y nuevos dogmas. Pasión puesta en obra, ilusión y exceso para la metonimia y el juego de la metáfora alcanzable alcanzaron su cenit. Liturgia de atuendos, de boutades, de apariencias estrafalarias, botín del goce estético, pódium del decir dislocado y banal que asumía, como si fuera propio, el juego sorpresivo del lenguaje. El sujeto- oropel alcanzaba su cota mística, se fundía al fin en su extravío. “Hay que liberarse de las palabras para construir poemas” era el nuevo horizonte anunciado por el recién llegado Huidobro, él “trajo las gallinas” llenas de huevos y el nº 13 de la revista Nord-Sud del círculo cubista parisino en la maleta.
Alcantud recoge de manera magistral toda esta experiencia de las vanguardias y acierta siempre con las citas adecuadas, en este caso una de Cansinos, quien en su obra El Movimiento V.P., hace balance y réquiem del Ultraísmo:

“La rebelión de los poetas del V.P. es un signo de los nuevos tiempos nefandos que han jurado la guerra al Principio de Autoridad. Lo que estos jóvenes intentaban era una revolución. Una revolución literaria, cierto, pero que hubiera terminado en una revolución política. ¿Por ventura no sabemos que todas las revoluciones comienzan así? ¿No fueron los románticos quienes en Francia levantaron la guillotina? ¡Ah hermanos míos! La rebeldía reviste muchas formas; pero su esencia es la misma en cada caso. Cuando un pueblo comienza a modificar su ortografía, temed grandes conmociones políticas”.
El autor no se queda en el análisis genérico, desciende para explicar “… la problemática específica de las vanguardias europeas que más contaron para sus homólogos españoles como el futurismo, el cubismo y el dadaísmo (…) En temas como, por ejemplo, el manifiesto o el caligrama es necesario mostrar tanto las similitudes como las discordancias, y trazar el recorrido de las elecciones efectuadas tratando de explicar su lógica interna”. Y efectivamente lo hace.
En ese comienzo de siglo, de los terrenos más dispares se toman las imágenes para engendrar lo nuevo. Se trata de desenmascarar un imaginario reglado y aburrido, intentando crear fuera de todo canon experimentado nuevos formatos, nuevas transgresiones, nuevos híbridos, para fundir poesía y pintura. “Lo nuevo por lo nuevo” vino a ser norma. Francisco Vighi, un asiduo de la Cripta del Combo, el círculo de Gómez de la Serna, escribía:

Yo diría… La nieve silenciosa, El blanco sudario. Alegoría Manoseada y sebosa De los poetas del seminario. Pero A una imagen ¡tan vista! Prefiero La metáfora ultra-dadaísta: Novedad, ilusión, disparate
Y a continuación, el “poeta ingeniero”, tras dejar caer lo caduco, abre sorpresivamente con una imagen el acontecimiento neto, la dimensión irracional de la metáfora, que descabalga al lector de lo esperable y abre la posibilidad inmensa de la creación. En una “transposición”, en una unión de imágenes extranjeras, el autor pretende provocar así, la metáfora inédita de la creación, el sello del nuevo espíritu:
En paños menores se levanta enero. ¡Oh la nieve! El tendero Lleno de azúcar el escaparate.
“Cada vanguardia – escribe Alcantud- encontró en su suelo de acogida una tradición diferente, e instituciones particulares que encarnaban esa tradición”. El ultraísmo recién nacido pudo desarrollar el ideal, localizándolo en la imagen sensible –hic et nunc- como instante que sorprende y acontecimiento puro fuera de discurso. Por eso no articuló el arte al campo ético-político, pero sí renovó el estético. Décadas después Walter Benjamin con su idea de “montaje” abriría otra dimensión a la imagen. Pero esto es otra historia, aunque motivo también -me consta- de investigación para el autor.