Si “Poemas perplejos” (1995) es el poemario que más amo porque contiene cuanto me atormentaba entonces, y aun hoy, sublimado pero articulado mediante una sutilísima estrategia diseñada para encubrir los móviles de un intento de suicidio con un lenguaje deliberadamente bidermeier, “Aria contra coral” fue, es y probablemente será el más gratificante de mis libros publicados, a pesar de la difícilmente excusable patada a la gramática que propino en el primer verso de la página 63 y en todas las versiones manuscritas precedentes. Catastrófico ese hay un halo de luz en torno tuyo, doblemente erróneo: en primer lugar por el flagrante uso del posesivo, y en segunda instancia porque me dirijo a ella –a mi alma- y al menos hubiera escrito igualmente mal, pero mejor, “tuya”. No está nada bonito trasladar al lenguaje escrito los vicios del lenguaje oral, si bien el problema con el posesivo me define como un poeta localmente distraído pero provincialmente sincero. El problema de concordancia, más grave en el fondo, ya denota mis problemas de concordia personal irresolubles. Finalmente el endecasílabo, por lo demás de una espeluznante vaguedad infinita, se hubiera salvado de mi crueldad de haber escrito hay un halo de luz en torno a ti. Confieso degustar con discutible deleite en ese hay un halo de luz casi finés, casi élfico, el placer de las consonantes líquidas –ese sonido exactamente lábil,o en las acertadas palabras del psicoterapeuta Miguel Ángel Mendo, específicamente femenino (…) intuitivo más que racional, horizontal más que vertical, fértil más que fecundador– y el suave discurrir de las vocales altas entre las bajas.
El poema debe sonar. El poema debe ser dicho incluso en silencio o, precisamente, en silencio. Pero cuando sea recitado debe sonar a su contenido o acentuarlo: su musicalidad, o su paladeado, no son tan importantes como su altura, la duración, la intensidad y el timbre: la sensación auditiva con independencia de su melodía, secundaria. La armonía del poema se produce en el encuentro de la idea con el tono. Encontrar el tono oportuno y el lenguaje adecuado para la idea precisa es la premisa de todos mis libros, la obra, y de su andamiaje de versos, los poemas. Si el tono es agudo o grave esto será determinado por una frecuencia emocional, que lo arma, sobre el que se sostienen o debieran sostenerse todos los poemas, casi siempre deliberadamente antirrítmicos y, en sus finales, declaradamente anticlimáticos. Si tenso o distendido dependerá de la idea principal de la obra y cómo se ajuste el poema al engranaje narrativo de esta.
Repasar mis apuntes pasados me produce vértigo: mis poemas son, según se verá, como un pozo sin fondo: como “Presagio de mudanza” tardan años en terminarse. También porque reconozco, a partir de ellos, en qué estado me encontraba. Qué pensaba en ese preciso instante. Dónde me dolía. Por la caligrafía de cualquier escrito puedo distinguir no solo la época que estaba viviendo, sino hasta la marca de whisky que degustaba durante la construcción de esa estrofa o cuántos cubitos le eché a aquel alejandrino. Ya sé que todo esto está muy lejos de un de un discurso poético: los detesto. Como para el inmenso Claudio Rodríguez considero que lo más importante para cualificar una poesía es la hondura de su arranque en relación con una finalidad: saber de dónde arranca la voz poética, de qué zona del ser arranca y hacia qué zonas se dirige. Elproceso de creación de mis poemas está indisolublemente unido a mi vida. Yo vivo los poemas: sufro con ellos porque ellos son yo. Y esto es determinante para entender en toda su extensión “Presagio de mudanza”: un poema en el que me observo muerto.
Para explicar su nacimiento muestro su primer apunte, que aparece en la libreta del libro anterior, “Aria contra coral” (2001) aunque comenzado, formalmente, en 1996, según figura en el calendario que pegué a la primera hoja de la libreta. Una costumbre como otra cualquiera, supongo, pues fechar los blocs no me sirve para datar los poemas. Parte de su cuerpo ya proviene del desguace de “Diecisiete variaciones sobre el tema del regreso” (1992) inédito pero fecundo hasta el punto que uno de sus poemas se acomodará en “Las briznas (poemas para consuelo de Hugo van der Goes” (2007) corregido y reelaborado, diez años después, tras publicar una versión previa en Extramuros (1997) y otra, próxima a la definitiva, en Letra Clara (2003). Me costó, pues, más de veinte años resolverlo. Y no lo releo, por si las moscas.
Debido a mi falta de tiempo siempre trabajo en varios libros a la vez y en numerosos poemas de distinto tono al mismo tiempo, de modo que libros y poemas se solapan: el más antiguo, inesperadamente, toma carrerilla y entierra al más reciente, que estaba terminando. Aquel otro, de transición, de pronto cobra una significación crucial o se entrevera en una estructura nueva que produce mi máxima curiosidad y un estado de permanente vigilancia. Puesto que la idea es única para cada obra, estas se articulan según sus variaciones de tono y se agrupan en temas narrativos para los que premedito un lenguaje propio y adecuado al asunto. Sin una estructura previa y sin un color de lenguaje afín a la narración poética mis versos difícilmente brotan, salvo por encargo, pasatiempo o error. “Aria contra coral”, en cierto sentido, era un interludio lúdico entre obras ya avanzadas, cuando a mí lo que me interesaba desde hacía tiempo era escribir esos poemas para consuelo de Hugo van der Goes, de textura renacentista, para los que nunca encontraba el pie. La historia del pintor había caído en mis manos a finales de los ochenta gracias a una de mis fenomenales rabonas de clase de Derecho en la biblioteca del Paseo del Salón. En uno de los tomos de la Summa Artis había encontrado un texto maravilloso escrito por un hermano del convento en el que se recluyó, donde relataba su existencia y el mal que mortificaba al artista, la bilis negra, una melancolía que le había llevado a varios intentos de suicidio. Y “Aria contra coral” me estorbaba, me exigía un lenguaje llano e incluso local, sobre todo al principio, que plasmara palabras corrientes a mi oído en mi juventud –regomello, pipiolo, patulea, altramuces, almencinas, sopapo, cacharrico o, cómo no, pollas-. Todo eso estaba muy bien, si lo estaba. Pero no me servía para “Las briznas”.

Como una orquesta afina sus instrumentos antes del concierto: el oboe proporciona la nota clave al timbre del violín, el concertino la ofrece al resto de cuerdas y después, de nuevo el oboe, el sonido más estable, se ofrece a los vientos: los poemas son sus maderas, sus metales, su percusión. La clave, el primer verso, se me escapaba de continuo. “Presagio de mudanza” surgió, sin embargo, en la época de “Aria contra coral”. Y recuerdo perfectamente que me sucedió echado en la cama de mi hermano, pensando en mis cosas, probablemente en Paulina Porizkova, cuya belleza me fascinaba por aquel entonces, mientras acariciaba las cortinas tornasoladas por una delicada luz de mañana estival y el humo de cientos de cartones de tabaco. Sucedió sin que yo interviniera. Se olvidará de mí la vida un día…

Me levanto, cojo la libreta, lo escribo. Hay algo en los dos sáficos que se escapa de mi control: me han salido del alma, tienen el tono exacto de mi alma, y solo tengo que escuchar la clave, afinar el oído, para escuchar lo que llevan dentro de sí. El primero, tres sílabas iniciales casi mudas, como baquetas que silban en el aire antes de caer sobre el tambor: después, acentos en cuarta, sexta, octava y décima. Compás de base par, cuatro pulsos, pasos portando el ataúd. Compás solemne, cuaternario, de marcha fúnebre. En el segundo verso idéntico juego: sáfico corto, la octava cae pero repite un sonido dental de redoble y se prepara para algo que todavía no sé que es, pero que tiene que suceder… Va a parar al bloc donde anoto cuanto no encaja en los libros que estoy o no trabajando en ese momento, hasta que reaparece en el cuaderno de “Aria contra coral”, con una modificación sustancial a corto plazo pues desplazará la presencia del Sol al tercer verso.

No intento, hasta días más tarde, continuarlo. Lo haré en una libreta distinta, más pequeña, tamaño cuartilla. Mi caligrafía, importantísima en mi concepción de mi poesía, formalmente vital, obedece a unas sensaciones previas adecuadas al tono que pretendo para la obra general o, si se prefiere, a una presunción estética formal. Entonces diminuta, necesita un espacio de trabajo aún menor, que me permita mayor concentración. Mayor control. Pero el resultado es aún peor. Cada vez peor. A cada nuevo intento peor afino: sé que “Las briznas” está, el libro entero, dentro de ese poema: que en él se encuentra la tonalidad esencial, pero soy incapaz de pasar de los dos primeros versos. Y para muestra un botón.

Yo vivía los poemas: sufría con ellos porque ellos eran yo. Había algo en los dos sáficos que se escapaba de mi control: me habían salido del alma, tenían el tono exacto de mi consciencia, y solo debía escuchar la clave, afinar el oído, para escuchar lo que llevaban dentro de sí. No lo lograré durante años. Mis intentos de continuación son infames, bochornosos. No haber tachado ese rancio y cursilíneo El aire que robó a las rosas sus mieles me da que pensar sobre los poderosos efectos de la ginebra Lirios en mis ínfulas poéticas de vate rococó.

Hasta que repasando mi “Casa de citas” –una libreta donde pasaba a limpio poemas y fragmentos de novelas que me gustaban- algo se activó en mí y me dije, como Charles Lamb ¡Al diablo con mi siglo! Yo escribo para la antigüedad! Detrás del poema de Ingeborg Bachmann, revelador –la traducción, excelente, no es mía, y lamento no haber anotado ese dato fundamental: fantástico ese biensabediós por weiβgott-, encontré que los dos primeros versos escondían un soneto. El adjetivo fría, que concluye el segundo cuarteto se me quedaba corto de significación por más razonable y consecuente que me pareciera. Sentía que necesitaba resolverlo de otra manera. Más compleja: que expresara mayor turbación, perplejidad: terror. Aquel adjetivo me facilitaba una solución tan lógica como insatisfactoria, hasta que opté por estría, haciendo funcionar, en apariencia, al sustantivo como calificativo de mordaza cuando, en realidad, el garfio se proyecta sobre las estrías internas de la garganta. Mi alma está viva dentro de mi cadáver y quiere gritar, quiere aferrarse como un garfio a algún resquicio de mi vida con una palabra, pero la muerte me amordaza. No obstante la modificación esencial se encuentran en el sexto verso, al margen del retoque de la preposición: en la puntuación, porque en
rogando, ay, y aliento para alzarme
quise, en primera instancia, evitar una suerte de colapso vocálico (oayya) que, llevado al paroxismo, convertiría el endecasílabo en eneasílabo. Y esto, que pudiera parecer pueril, será determinante en la solución final del soneto
que le ordene: Levántate ÿ ama
En otra libreta encuentro el poema casi resuelto que se publicaría, finalmente, sin diéresis sobre la conjunción. Pues había optado por eliminar la acotación expresiva que daba aire y respiro a la interjección, no tenía sentido enfatizar la decisión en el cierre del poema.

En algún poema del Siglo de Oro creo recordar que cierto autor utilizaba el mismo recurso, pero usando solo un punto sobre la i griega[1], o ye. Yo necesitaba, aunque ahí estuviera el juego, que y ama no generase, por similitud, una llama doble (nada que ver con el espléndido libro de Octavio Paz). Y por otro, precisaba que la vocal final de la orden Levántate, tan débil, no se fundiera al decir el verso con la conjunción y esta con la primera vocal del verbo: maldita triple sinalefa. No me bastaba el signo gráfico de un solo puntito sobre la ye: necesitaba dos, uno a izquierda, otro a derecha, para que la conjunción funcionase exactamente: no como necesitaba, a efectos de cómputo silábico, sino como quería de forma expresa y expresiva, a efectos de dicción. Sírvame un goloso ejemplo: se puede decir y se dice “no ardieras” (en el infierno) pero su efecto carece de la amenazante expresividad, al enunciar nuestro peor enemigo el deseo de que todo lo malo que nos pueda suceder nos sobrevenga, de ese “noardïeras” que mi madre utilizaba con maestría, achinando los ojos, cuando yo hacía alguna trastada, a su juicio, digna de llamas eternas.
Sin embargo lo sobresaliente, para mí, es cómo retomo el sonido de lúgubre tambor que acompaña, solemne y doliente, mi muerte y cómo resuelvo la mudanza –del día a la noche, el Sol y la Luna- con un heroico, dulce y complacido verso de descanso eterno en absoluto resignado: sereno: con Luna de mortaja compañía. Tono cálido y efecto sosegante. Contenido sostenido por intenciones. El poema en sí y el poema más allá de sí. Más allá de lo que el poeta siente, cómo el poeta lo escucha. En el segundo cuarteto, retomo el compás con acentos en segunda, cuarta, sexta, octava, décima que en los versos sucesivos se irán distanciando, en anacrusa, para preparar los desoladores tercetos.
Dieciocho años después de aquel primer verso, hoy, termino el poema devolviéndole los signos que le pertenecían: como debí entregarlo a imprenta, y no como se publicó. Y sí. Se olvidará de mí la vida un día. Y me habré pasado la existencia debatiéndome entre ponerle fin a tiempo o antes de tiempo, sin terminar de vivir con plenitud ni de empezar a morir con mayor determinación. Pero nunca es tarde si la dicha es buena. Uno termina aferrándose a la vida como a un clavo ardiente. Por eso, cuando pasen algunos años más, espero escribir “Lo que vale una vida” de Rafael Juárez, pero con mi propia y mejor caligrafía: ese poema tan limpio, tan desnudo, tan hermoso, tan exacto, tan perfecto, tan ligero, tan sublime, tan hondo, tan sutil, tan bien traído y tan bien llevado, por el que a ese libro que promete las mil mejores poesías de la literatura en español, en el que sobran bastantes, le faltará, al menos, siempre uno: el suyo.