El movimiento del 15M situó en la agenda política la crisis de la democracia. El lema “no nos representan” era algo más que un slogan atinado que hubiera soñado el más imaginativo de los publicistas o de los expertos diseñadores de campañas electorales. Era un signo del agotamiento de un modelo de hacer política en el que ya solo parecen sentirse cómodos el amplio círculo de los que apuestan su vida, profesión y hacienda a la suerte electoral de su partido político.
En el fondo, aquel slogan era un dardo que apuntaba certeramente al centro de la legitimidad de los poderes públicos en nuestras demediadas democracias representativas.
Pasada la sorpresa de los primeros momentos por la contundencia de la movilización social, las reacciones oficiales de los grandes partidos manifestaban la necesidad de escuchar a la calle y a las plazas, oír a la ciudadanía y captar su mensaje, lo que debería traducirse en el futuro inmediato en un amplio programa de reformas para la “regeneración democrática” y de lucha contra la “desafección política”.
Esta “desafección política” de amplias capas de la ciudadanía de la que tanto se oye hablar hoy en día es otra forma de aludir a una vieja enfermedad ya diagnosticada en los años setenta y ochenta del siglo pasado: la crisis de legitimidad de los poderes públicos representativos. Un enfermedad, anunciada y denunciada a izquierdas y derechas, desde Habermas al Club de Roma, pero que hoy se nos muestra con una nueva cara en un contexto diferente.
El voto de la ciudadanía cada cuatro años parece no tener ya las suficientes propiedades taumatúrgicas para curar cualquier enfermedad del sistema democrático. La clase política ya no puede escudarse únicamente en sus mayorías para recubrir todas sus acciones de legitimidad democrática. De hecho, ese voto y esas mayorías parecen cada vez más limitados a servir de instrumento a la ciudadanía para cambiar periódicamente gobiernos y elegir líderes, pero no para decidir políticas.
La política se ha ido disociando de la ciudadanía –ha dejado de ser una cuestión ciudadana- para quedar secuestrada en el zulo del posibilismo –el espacio propio de la gestión política elitista y tecnocrática. La política democrática ha quedado recluida en el reducido espacio que media entre un intocable techo económico -el conjunto de instituciones y normas que conforman la constitución económica neoliberal, paradigmáticamente representada por la política del Banco Central Europeo y sancionada política y jurídicamente en los tratados de la UE; y un “suelo social”, constituido por los mecanismos de bienestar y protección social, cada día mas degradados y asistencializados, que se encargan de garantizar los mínimos de cohesión social para el funcionamiento del sistema. Entre ellos media el espacio de la política posible. Es verdad que la distancia entre ese “techo” y ese “suelo” puede ser retráctil, que probablemente hay espacio para ensayar nuevas mediaciones y “pactos sociales”, márgenes para incluir matices a la hora de gestionar una crisis económica, soluciones más sociales o más sensibles a los que sufren cotidianamente la angustia del abismo de la marginalidad social.
Pero las cuestiones capitales desde el punto de vista socioeconómico siguen fuera del radio de la decisión política, secuestradas a la deliberación democrática. Siguen siendo un decisión privada, delegada hoy en los mercados, en “poderes salvajes” (Ferrajoli) no sometidos al más mínimo control ciudadano.
La crisis económica que empezó a manifestarse en septiembre del 2008 ha estrechado de forma significativa los márgenes de la acción política. La emergencia económica se ha impuesto como la única política posible: en su nombre Zapatero abdicó de su programa, y Rajoy reconoció públicamente que el suyo sería “hacer lo que debía de hacerse”. El resto lo conocemos. Durante los últimos años hemos asistido al más cruel y devastador de los procesos de intervención en la vida y en los derechos de las personas. Primero, a través una reforma constitucional impuesta desde Europa, luego -y sin necesidad de troikas– a través una política auditada desde los más estrictos parámetros de la austeridad presupuestaria, de la flexibilización y precarización laboral, del saneamiento público de los entidades financieras privadas que no admitía ni concesiones ni dilaciones. Los mercados financieros así lo exigían.
Por un tiempo, la “regeneración democrática” quedó aparcada por la “emergencia económica”. Pero los graves casos de corrupción política, que han acabado por convertirse en un problema estructural de nuestra experiencia democrática, exigían algún tipo de movimiento por parte de nuestra clase política y de los grandes partidos en este ámbito.
Sin embargo, el programa de regeneración democrática que parece haberse puesto en marcha nada tiene que ver con un ambicioso programa de reforma de los procedimientos y de los instrumentos de los sistemas representativos que profundice en la idea simple y originaria de la democracia como gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Por el contrario, ha acabado diluyéndose en una estrategia mucho más refinada, pero también más limitada en cuanto a su alcance. La regeneración democrática no pasaría por situar al “pueblo” en el centro de las decisiones políticas, dar más “voz” a la ciudadanía, sino que centra su apuesta en el propio gobierno, más precisamente, en el “buen gobierno”: la necesidad de gestionar políticamente de otra forma, más eficaz, más atenta a los intereses de la sociedad, o en otros términos, la mejora de la gobernanza.
Este es el espíritu que anima las reformas emprendidas en ámbitos como la nueva ley de transparencia, las medidas para la simplificación de los procedimientos administrativos, la mejora de la eficacia de los poderes públicos, la apertura a la sociedad civil y la implicación de los agentes interesados en la toma de decisiones políticas.
Esta es la música y receta que desde los inicios de este siglo se ha venido aplicando en Europa y que se conoce como “la estrategia de la gobernanza”. Una estrategia que ha sido presentada por la propia Comisión europea como el instrumento idóneo para “profundizar en la democracia” en la UE y conjurar el mal crónico de su tan denunciado déficit democrático.
El Libro Blanco sobre la gobernanza europea de 2001, enmarcado en la Agenda de Lisboa,supuso una apuesta fuerte y explícita por cimentar la legitimidad futura de la UE en el desarrollo de nuevas formas de gobernanza democrática. Implícitamente era un reconocimiento de que no podrían trasladarse al nivel europeo de forma isomórfica las instituciones y los criterios de legitimidad de las democracias representativas nacionales. Se era consciente de que hacía falta algo más para legitimar ante la ciudadanía las decisiones de esta entidad política transnacional regional, inevitablemente compleja y remota.
Por ello, la estrategia de la gobernanza explícitamente centraba sus objetivos en hacer más eficaces las políticas y los instrumentos de regulación jurídica europeos, pero también en “promover la participación de la ciudadanía europea en los procesos de toma de decisiones y producción normativa”.
El concepto de gobernanza alude a un nuevo estilo de gobierno, distinto del modelo de regulación jerárquico del Estado y que se caracteriza por la interacción entre actores autónomos y por redes de organizaciones. La gobernanza se presentaría como un enfoque más apropiado para asegurar en términos de eficacia la gobernabilidad de las sociedades complejas. Pero al mismo tiempo, si la gobernanza es presentada como preferible al gobierno es porque nos aparece, además, como más participativa, más democrática. La noción de gobernanza cobra todo su encanto persuasivo en las prácticas democráticas que sugiere: menos jerarquía, más participación horizontal, cooperación de múltiples actores en la toma de decisiones, obligación de rendir cuentas, formas de co-regulación y corresponsabilización… Es decir una estrategia de legitimación de la acción política de la UE fundamentada en una combinación de una legitimidad basada en los resultados (output legitimacy) con una legitimidad de origen (input legitmacy).
La paradoja de la gobernanza es que hoy por hoy, al menos desde la experiencia de la políticas de la UE, la apertura a la “sociedad” civil” no ha supuesto un reforzamiento de la política democrática. La participación de la sociedad civil puede ser considerada en la práctica más un mito que una realidad: la sociedad civil a la que apela esta estrategia es la sociedad civil de las grandes empresas y las agrupaciones de intereses; en los nuevos instrumentos regulativos de la gobernanza no se participa de forma abierta e igual en cuanto ciudadano, sino selectivamente en cuanto parte interesada (stakeholder). En suma, una gobernanza más horizontal y menos jerárquica no implica automáticamente una gobernanza más participativa en términos de teoría democrática. Es posible que la «calidad» del proceso legislativo y del proceso de toma de decisiones mejore, pero ello no quiere decir que el problema de conexión con los ciudadanos encuentre mecanismos satisfactorios de solución.
Los resultados de las recientes elecciones europeas recientes han vuelto a poner de manifiesto que, a pesar de esta estrategia, no se ha reducido la brecha entre Europa y el pueblo. Puede que la UE haya logrado mejorar la eficacia de la toma de decisiones con la mejora de su gobernanza, pero solo con eso no se consigue resolver el problema de la participación política “por” la ciudadanía, ni la representación “de” la ciudadanía.
Volviendo a nuestro país, los mensajes que se oyeron en las calles y plazas y que ahora se empiezan a escuchar en las propias urnas son de otra índole. La emergencia económica está empezando a trocarse en “emergencia política”: la necesidad de salir de la parálisis institucional de nuestra democracia, el cambio de modelo de la participación política tradicional a través de los partidos, la necesaria reforma electoral, dinamizar instrumentos de participación en los asuntos públicos, listas abiertas y -por qué no- la apertura de un proceso de reforma constitucional en el que la ciudadanía pueda ejercer un poder constituyente para decidir sobre su presente y su futuro sin condiciones previas, hipotecas del pasado o tutelas exteriores. No cabe duda de que la apertura del proceso de toma de decisiones a grupos de afectados, la rendición de cuentas, la responsabilidad de los cargos públicos, la transparencia y eficacia de la gestión publica son criterios de legitimidad trascendentales para el ejercicio del poder político. Tampoco cabe ninguna duda de que una política decidida contra la corrupción, basada en el control, la austeridad y transparencia en el uso de los recursos públicos es un requisito sine qua non de la calidad de una democracia. Pero reducir todo el programa de profundización democrática a la estrategia del “buen gobierno” y a los nuevos criterios de legitimidad funcional que nos propone la estrategia de la gobernanza corre el riesgo de convertirse, como ya ha sucedido en Europa, simplemente en una coartada: «una de esas batallas que se libran para que todo siga como está» (El Gatopardo, G. T. de Lampedusa).