Olvidos de Granada nº 3

Luis Arboledas

El número 3 de Olvidos de Granada, publicado en enero de 1985, dedicaba su portada a Mario Benedetti y a un análisis sobre el fenómeno de las Vanguardias. Pero uno de los temas que trataba aquella publicación era el monopolio comunicativo y la aparición de las radios libres. Luis Arboledas vuelve a reflexionar sobre este aspecto casi treinta años después.

El limbo de las radios libres

Un tercio de las emisoras de radio que se pueden escuchar en el área metropolitana de Granada carece de la preceptiva concesión administrativa. ¿Puede alguien imaginarse que hubiera una cantidad similar de farmacias o de estancos funcionando de manera ilegal? Es más, los expertos calculan que en España hay aproximadamente el mismo número de emisoras legales que ilegales y los socios europeos se quedan pasmados cuando se enteran de esta situación.

El fantasma de las radios libres recorre España escribí tres décadas atrás. En la marabunta del mundo digital y las redes sociales hablar de las radios libres puede parecer un disparate o una incongruencia, pero parece un buen pretexto para acercarnos a la hermana pobre de la televisión y la prensa, al “medio invisible”. Les aseguro que el próximo recorrido es una buena alegoría de nuestro pasado reciente.

Un poquito de historia

Hace treinta años, las emisoras comenzaron a crecer como hongos en la geografía española. Al amparo de la explosión de libertad que significó la transición política y gracias a los avances tecnológicos, en especial la ampliación de la banda en frecuencia modulada, montar una pequeña emisora de radio pasó de ser una quimera a una experiencia de amplia repercusión social.

Frente a la considerable inversión que requería cualquier diario o revista, una emisora de radio era barata, fácil de mantener y facilitaba una experiencia inigualable tras tantos años de dictadura y de represión cotidiana: la participación directa, el debate abierto, la difusión instantánea de cualquier idea o acontecimiento.

El fenómeno de las radios libres se había iniciado en Europa a mediados de los años sesenta y había adquirido notable influencia en muchos países porque había roto el monopolio de las ondas ostentado hasta entonces por los Estados. Salvo Luxemburgo, Portugal y España, donde había emisoras privadas, en todos los demás países europeos el modelo imperante era el monopolio público de la radio y de la televisión. En aquel escenario irrumpieron con una fuerza inusitada las emisiones lanzadas desde algunos barcos situados en alta mar, para evitar así la orden de cierre. Eran emisoras dedicadas casi por completo a la música, en especial al rock, que en aquellos años estaba en plena efervescencia. Se les llamó emisoras piratas, recordando a los corsarios que habían surcado el mar en siglos anteriores. Desde entonces se ha utilizado el nombre de radio pirata para designar cualquier emisora que carezca de la preceptiva autorización o concesión administrativa.

Pero el fenómeno de las radios libres fue algo mucho más amplio y más profundo que aquellas simples piratas del Mar del Norte dedicadas a los Beatles, los Rolling y demás ralea. Probablemente fuese Italia el país donde este movimiento mostró todo su carácter radical y subversivo, en el sentido estricto de ir a las raíces de la comunicación humana y subvertir el orden imperante. Las radios libres se concibieron como «nuevos espacios de libertad, de autonomía, de autogestión, de expansión de las peculiaridades del deseo y de ir en contra de la evolución de los massmedia hacia un mayor centralismo, conformismo y opresión». Así las consideraba uno de los intelectuales más influyentes de aquel momento: Félix Guattari. En Italia se contaban alrededor de 2.500 emisoras libres en 1979.

Precisamente en abril de 1979 nació en Barcelona Ona Lliure, la primera radio libre del Estado español, a la que siguieron varias decenas en Cataluña, País Vasco, Madrid, Andalucía o Valencia. En sentido estricto, las radios libres nunca alcanzaron en España ni la cantidad ni la influencia que obtuvieron en países como Italia, pero fueron un instrumento dinamizador y punta de lanza de un fenómeno imparable en aquellos primeros años de democracia: la proliferación de todo tipo de emisoras con un único nexo en común: su carácter ilegal debido a la ausencia de la correspondiente concesión administrativa. Para entendernos, las radios libres, también conocidas ahora como comunitarias, son aquellas que funcionan sin ánimo de lucro mientras que las emisoras piratas tienen un carácter comercial, persiguen obtener beneficios y constituyen una competencia desleal según las compañías radiofónicas legales.

Piratas y municipales

En la España de los ochenta la radio establecida se vio sacudida básicamente por dos tipos de competidoras: las piratas y las municipales. En 1979 tuvieron lugar las primeras elecciones municipales de la recién recuperada democracia. Los nuevos alcaldes sentían la necesidad de abrir nuevos canales de comunicación con la ciudadanía y la radio se convirtió en el instrumento preferido. Gobiernos municipales de derecha y de izquierda, nacionalistas o federalistas; ayuntamientos grandes y pequeños, rurales o industriales…; todos querían tener su emisora y varios miles la tuvieron.

Como las libres o las piratas, las municipales nacieron por generación espontánea y sin amparo legal a través de un procedimiento que se extendió poco después también al ámbito de la televisión con los videos comunitarios y las televisiones locales. Se trata de un mecanismo perverso desde el punto de vista de los valores democráticos porque consiste en que los gobiernos van legislando para legalizar lo que ya existe.

La realidad es apabullante. Un par de ejemplos. Las radiotelevisiones de Cataluña y del País Vasco ya llevaban años funcionando cuando en las Cortes se aprobó en 1983 la llamada ley de terceros canales, que sirvió para regular la existencia de los organismos audiovisuales dependientes de las comunidades autónomas. Las emisoras municipales tuvieron que esperar hasta 1991, cuando se aprobó su correspondiente ley.

La nueva norma se concibió como la culminación del sistema radiofónico de la democracia porque a cada instancia político-territorial le correspondía un recurso de carácter público: emisoras municipales, autonómicas y nacionales. Dicho de otro modo, cada gobierno en cada uno de los ámbitos administrativos establecidos en el flamante estado de las autonomías podía tener su propia emisora de radio. Con independencia de los principios ideológicos del gobierno de turno, en ayuntamientos y en comunidades autónomas se ha seguido de manera implacable el modelo ya vigente en la radio pública nacional: todas las emisoras se han utilizado al servicio del alcalde o del presidente regional; en el caso de gobiernos de coalición ha servido el modelo aplicado en Italia: el reparto de canales, cuyo ejemplo más cercano lo encontramos en Canal Sur durante el gobierno bipartito entre socialistas y andalucistas; el PSOE siguió controlando férreamente el canal de mayor audiencia y permitió unos contenidos más afines a los andalucistas en Canal Sur 2, de mucha menor audiencia.

Apropiación partidista

En este escenario ¿qué pasó con las radios libres? Que se quedaron literalmente en el limbo. Hasta la aprobación en marzo de 2010 de la Ley General de Comunicación Audiovisual la radio y la televisión padecieron un enjambre de leyes, decretos, órdenes y reglamentos en ocasiones contradictorios y siempre transitorios e incompletos. En el propio preámbulo de esta ley se reconoce la existencia de una «legislación audiovisual dispersa, incompleta, a veces desfasada y obsoleta, con grandes carencias para adaptarse a los tiempos y, por tanto, permanentemente sometida a cambios frecuentes, vía decreto o subsumida en otras leyes de temática diversa». La ley de 2010 significó la derogación de 18 normas legales distintas.

Pero las radios libres o comunitarias en ningún momento fueron objeto de regulación legal hasta 2010. Ya hemos citado las leyes que regularon las emisoras autonómicas y municipales –ambas elaboradas siguiendo la estela del Estatuto de la Radio y la Televisión, que en 1980 fijó el marco general heredado del franquismo con emisoras públicas y privadas–. Ese mismo Estatuto reordenó las emisoras públicas de ámbito nacional y recogió que una posterior ley fijaría las condiciones de la radio privada.

Pero en lugar de redactar una ley general, el sector privado se fue defiendo mediante sucesivos planes técnicos. El procedimiento es muy simple: el gobierno central de turno aprueba ese plan, donde se establece el número de frecuencias disponibles y las ciudades donde corresponden. Luego se convoca un concurso público para adjudicar de manera discrecional esas frecuencias mediante una concesión administrativa, que se renuevan de forma sistemática cada diez años. Al principio, las licencias eran concedidas por el gobierno central pero esa competencia rápidamente fue transferida a las comunidades autónomas.

De esta manera se han repartido más de 2.000 frecuencias en España. Y como se han otorgado de manera discrecional, se las han quedado los «amigos» del gobierno de turno. Se trata de otra peculiaridad de España: el reparto de las licencias audiovisuales –de radio y de televisión– entre militantes, simpatizantes, familiares y empresas de los partidos políticos o empresas periodísticas afines. Este procedimiento es común a todos los partidos con independencia de sus principios ideológicos.

Un repaso –sin ánimo de exhaustividad– permite comprobar que en Cataluña el entonces presidente, Jordi Pujol, aprovechó el primer concurso para repartir la mayoría de las frecuencias entre amigos y militantes de CiU, que crearon Cadena 13, la «primera cadena comercial en catalán», como ellos mismos se autotitularon. Por cierto, unos cuantos años después la cadena quebró y algunos de sus principales gestores se vieron envueltos en el llamado «caso Casinos», una investigación judicial que reveló la financiación ilegal de CiU y permitió comprobar la relación entre esta trama, la cadena radiofónica y los responsables de las finanzas del partido de Pujol.

En 1984 la Junta de Andalucía otorgó 37 frecuencias y un tercio del total se distribuyó entre simpatizantes, militantes o testaferros del PSOE, el partido que controlaba la Junta. Esas frecuencias debían servir para crear una cadena de orientación socialista, como se desprende los debates mantenidos en el Parlamento andaluz en los meses posteriores, pero finalmente se integraron en la Cadena Rato, propiedad de una familia ligada al régimen franquista y uno de cuyos miembros, Rodrigo Rato, era por entonces diputado por Cádiz de Alianza Popular (luego Partido Popular, PP), el partido creado por antiguos ministros del franquismo.

Testaferros del PSOE formaron empresas conjuntas con los Rato para explotar esas emisoras de forma paralela al intento socialista de crear también una cadena de diarios mediante la compra de cabeceras de la antigua prensa del Movimiento. Con el tiempo los socialistas crearon la empresa Prensa Sur para agrupar sus medios y entre sus gestores figuraron algunos de los responsables de finanzas del PSOE condenados por su relación con Filesa, una trama de financiación irregular que tuvo una enorme repercusión social en la década de los noventa.

Son apenas un par de botones de muestra de un proceso marcado por el clientelismo político y la corrupción. El sistema mediático español no se comprende sin los estrechos vínculos entre los partidos políticos y las empresas de comunicación.

De las más de 2.000 frecuencias repartidas a través de los sucesivos planes técnicos ni siquiera media docena se ha destinado al tipo de emisoras conocido como radios libres o comunitarias. Es comprensible, a ningún partido le ha interesado la existencia, al menos testimonial, de las radios libres. Es que no se podía «desperdiciar» ni una sola frecuencia porque todas eran necesarias para el «trapicheo» y el intercambio de favores: emisoras por apoyo editorial.

El futuro es ¿Internet?

La ley audiovisual de 2010 por fin reconoce y regula «los servicios de comunicación audiovisual comunitarios sin ánimo de lucro». Para entendernos, las antiguas radios –o televisiones– libres. Para funcionar necesitan una licencia previa, tienen prohibida la emisión de publicidad y no pueden tener un presupuesto anual superior a los 50.000 euros. Pero la gran batalla es la asignación de frecuencias. Las comunidades autónomas dicen que no pueden conceder licencias a radios libres porque el gobierno central no establece frecuencias para estas emisoras en los planes técnicos y el gobierno central asegura limitarse al establecimiento de esos planes; la concesión es una cuestión de voluntad política.

Como en tantos otros ámbitos de la sociedad española, las administraciones públicas se lanzan mutuos reproches en público pero en realidad no son más que balas de fogueo para ocultar el acuerdo implícito de todos los gobiernos para evitar la proliferación de las radios libres. ¿Por qué? Porque estorban, molestan y muestran que existe una realidad distinta a la construida por los intereses políticos y económicos que se dan la mano en los grandes grupos mediáticos.

En sus cuatro décadas de existencia, la democracia española no ha tenido interés en fomentar la diversidad y el pluralismo. Todo lo contrario, los partidos que han gobernado han impulsado la concentración y han favorecido a los grupos afines; y si no tienen grupos afines, lo crean, como José María Aznar (PP) hizo cuando era presidente del gobierno aprovechando los millones de Telefónica, en cuya presidencia había colocado a un amigo suyo: Juan Villalonga.

Cuando la radio estaba aún en sus balbuceos iniciales, Bertolt Brecht ya intuyó que la radio podía ser «el más fabuloso aparato de comunicación imaginable de la vida pública, un sistema de canalización fantástico, es decir, lo sería si supiera no solamente transmitir, sino también recibir». En los albores del siglo XXI la situación de Internet se asemeja mucho a la radio con una ventaja adicional: es un multisoporte que integra sonidos, textos e imágenes y su ubicuidad es total gracias a que se puede utilizar en diversos dispositivos: televisor, ordenador, teléfono móvil, tabletas…Además, los programas se pueden escuchar cuando uno quiere porque están disponibles en la red.

Por todas estas condiciones, Internet debe ser el «hogar» adecuado de las radios libres, una red que permite cumplir el viejo deseo de Brecht de que todos los usuarios sean a la vez emisores y receptores y sin necesidad de licencias previas. La incertidumbre sobre la explotación comercial de Internet y los constantes intentos del poder político y económico por controlar la red hacen presagiar no pocas dificultades para conseguir ese espacio de libertad, pero todo esto formará parte de otra historia, que ya me gustaría contar en Olvidos así que pasen treinta años.

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