ELABORANDO PROYECTOS DE FUTURO
El republicanismo hispánico del siglo XIX atravesó varias fases. A partir de la década de 1830 la izquierda del liberalismo va a inclinarse hacia formas federales y confederales. Sin embargo, el centralismo jacobino inspirado en Rousseau será mayoritario hasta 1850. Será desde esa fecha, pero sobre todo al calor de la Revolución septembrina de 1868, cuando el republicanismo oriente su brújula a favor de ideas como el federalismo o el confederalismo. Esta última prendió como una mecha en 1873. Es la Revolución regional-cantonalista.
La I República española pereció a manos de un golpe militar, iniciándose la I Restauración en la persona de Alfonso XII. Será un período oscuro y viciado de la historia de España, en el que se consolida el orden social y económico burgués sobre bases autoritarias. Es un tiempo de paz pero también de exilio, sepelios y martirologio. Los republicanos son marginados y perseguidos. No levantarán la cabeza hasta los años treinta del siglo XX.
Hacia 1883, el partido de Pi y Margall, cabeza del movimiento demócrata, propuso a las distintas familias territoriales que cristalizaran su ideario en códigos constitucionales. La Asamblea del ala andaluza se celebró entre los días 27 y 29 de octubre en Antequera. El fruto es triple, pues el Proyecto de Constitución o Pacto Federal para los Cantones regionados andaluces consta de tres constituciones que, ensambladas mediante cuatro apéndices, estaban destinadas al municipio, al cantón y a la Federación andaluza.
La Constitución de Antequera es una llamada al poder constituyente del pueblo andaluz. Vaticinó un horizonte democrático que resultaba imposible sin una vía revolucionaria por la que transitar pacíficamente. Centrémonos en sus fundamentos básicos, que la singularizan dentro del panorama constitucional pasado y presente.
MUNICIPALISMO
La Constitución de Antequera emana de la aplicación radical de la doctrina del contractualismo sinalagmático. Si Pi y Margall corrigió algunas de las facetas reaccionarias del pensamiento de Proudhon, los republicanos andaluces hicieron lo propio con el barcelonés (piénsese en Carlos Saornil, Ramón de Cala, Roque Barcia…). Ninguna de las constituciones aprobadas en otras regiones y nacionalidades reservó un régimen constitucional propio para el municipio o el cantón. Y ninguna, salvo la andaluza, intentó plasmar los términos de un contrato social efectivo, realmente discutido y aprobado por los ciudadanos y ciudadanas al margen de su posición en la estructura patriarcal y de clases.
El municipio, organizado como comuna local a imagen no ya de la famosa Commune parisina de 1871, sino de todo el proceso revolucionario organizado en juntas (1808, 1835, 1873). Esta resolución responde a tres motivos. En primer lugar, porque se parte de una crítica al contrato social roussouniano, por suponer una legitimación del poder centralizado que flota sobre el carácter puramente especulativo de aquel. El municipio ha de ser una agrupación voluntaria de “vecinos” que no se vean anulados, ya que en ellos reside la primigenia soberanía individual. Por afirmarlo lacónicamente, este “Estado municipal” está en la cúspide de la pirámide, precedido por el individuo.
En segundo lugar, esta doctrina hunde sus raíces en las ideas aristotélicas y medievales sobre la vida política idealizada de las colectividades primitivas y los primeros asentamientos urbanos aparecidos en la Edad Antigua y la Edad Media. Se ve en el municipio al ente público territorial más propicio para la democracia republicana y el desarrollo de las virtudes cívicas. De ahí la institución de la “Asamblea comunal” y los “Colegios comunales”, el sufragio universal permanente o la elección popular de los jueces. Los “federales pactistas” –como eran conocidos– depositaron en la causa de los comuneros de Castilla (1520-1521), en las alteraciones urbanas andaluzas de 1647-1652, etc. toda su admiración, además del peso de la legitimidad histórica.
Por último, el municipalismo encaja con la relevancia de la vida local en la configuración de Andalucía. Por razones de reparto del poder, así como por cuestiones históricas e identitarias, asistimos a una contestación democrática a la interpretación mística de las voluntades, el espíritu nacional y aun la razón universal.
CONFEDERALISMO
Del mismo modo que autonomía no es soberanía, federalismo tampoco es confederalismo. Hay que comprender las diferencias jurídico-políticas entre un sistema y otro. Mientras que una Federación es soberana y organiza el poder a través de Estados miembros (autónomos), una Confederación es una unión voluntaria de Estados independientes (soberanos), que se unen para la defensa de intereses comunes mediante pactos. En una Confederación no se transfiere ni se pierde soberanía. Se delega y por ello puede ser revocada en cualquier momento. De esta premisa deriva el contraste abismal entre la Constitución de Antequera y cualquier proyecto federal.
Así pues, como correlato del comunalismo, el constitucionalismo desde abajo había de ser confederal. Las atribuciones de la Federación andaluza dependen de las delegaciones previamente efectuadas por los cantones que la componen. Luego, la Federación andaluza será la encargada de decidir su grado de integración en la Confederación española o ibérica; claro está, reservándose el derecho de revocación de competencias y el derecho de secesión. Al surgir de un acuerdo entre los cantones previamente proclamados, no nace la Constitución andaluza de asamblea constituyente alguna. Esta lógica tiene su piedra angular tanto en el pluralismo cultural, social y político como en la constatación de la lucha de clases. Es decir, el sistema gira alrededor del disenso en vez del consenso, típicamente liberal.
Se quería evitar a toda costa la concentración y la unidad del poder. En consecuencia, los poderes municipal, cantonal y federal andaluces tienen garantizados el derecho de revisar y variar sus respectivos textos constitucionales. La reforma puede ser promovida por iniciativa popular, sin necesidad de más instituciones que el referéndum, medular en el proyecto.
En definitiva, los andaluces de 1883 plantearon una constelación constitucional para la fragua de una España pluriestatal y, a la par, plurinacional. A semejante aspiración se anudaban propósitos de igualdad y libertad, de derechos humanos y de una ciudadanía democrática y vigilante, que se hace a sí misma.
NOTA FINAL
La “libertad en la unidad”, ese letimotiv republicano ochocentista, engloba varios significados. La diversidad no repele la unión, lo unificado no es necesariamente uniforme, lo igual rara vez es idéntico, lo diferente no se riñe con identidades de orden superior –y éstas, a su vez, no son mejores–. Dicha consigna precisa un apunte a la luz del otro pilar del confederalismo sinalagmático: entre soberanos no caben más que pactos. Sólo así, fundada en la voluntad libremente expresada, la cuestión de la soberanía, esto es, sobre la titularidad y la detentación del poder, halla una respuesta que no sea pura ficción jurídica.
El proyecto republicano presuponía un constitucionalismo de nuevo cuño que sólo Andalucía supo formular. Ese constitucionalismo desde abajo, comunal y confederal ofrece un gran interés. A nivel histórico, muestra un paradigma emergente que terminó siendo abatido por el auge del liberalismo autoritario. A nivel pragmático –que no práctico, por evocar a Kant– la Constitución antequerana revela una propuesta teórica y sólo hasta cierto punto abstracta sobre la que parece posible pensar y repensar proyectos emancipadores. No es poco. Existe un símil entre aquella y esta situación incalificable que nos ha tocado vivir.