Bellos durmientes

Federico Fernández Crehuet

Una nota sobre la exposición de Manfred Bockelmann “Zeichnen gegen das Vergessen” en el Leopold Museum de Viena

La exposición » Zeichnen gegen das Vergessen» muestra retratos al carbón de niños y jóvenes que se convirtieron en víctimas del terror nazi. El artista Manfred Bockelmann pretende «dar ejemplo contra el olvido». Federico Fernández-Crehuet visita la exposición y nos narra el escalofriante itinerario de la clínica Spiegelgrund.

Arriba, en la primera planta, están todos los colores. Abajo, en el sótano, el blanco y negro. Arriba, la seducción archiconocida de Klimt, sus besos y dánaes. Abajo el lúgubre y —al menos para el público no austriaco ni especializado— poco conocido Bockelmann. No soy —faltaría más— un fan de Klimt y de su arte kitsch y romanticón… así que escaleras abajo voy… a los dibujos contra el olvido. En un primer momento, me parece encontrarme lo de siempre: otra de nazis. Pero no…

Tizones de chopo cruzados como lanzas me reciben.  Los dibujos contra el olvido quieren olvidar la época de la “reproducción técnica” del arte. Volver al contacto de la mano del autor con el lienzo. El carbón que se deshace con cada rasgo de la cara de aquellos chicos sin rostro. El carbón que individualiza cada portrait a pesar de estar calcado sobre una proyección. La reflexión de Bockelmann sobre el formato de su obra ofrece muchas pistas sobre su sentido: las fotografías en un mundo digital son fungibles, desechables, intercambiables por medio de un soporte virtual; fotografiar a estos chicos sería, de algún modo, transferirles estos atributos. Y se trata justo de lo contrario, de individualizarlos, de dar nombres concretos a un acontecimiento que se diluye en lo general y los conceptos abstractos; se trata de mirar a sus ojos, a sus labios y mejillas, de plasmar de algún modo su historia personal y real.

Todo empieza —de ello ofrece noticia el espléndido catálogo editado por la casa editorial Brandstätter— con una reflexión personal del fotógrafo: ¿Qué he hecho que sea realmente importante en mi vida? ¿Qué me ha permitido vivir cómodamente? ¿Cómo hubiera cambiado todo si no hubiera nacido en el seno de una familia burguesa cuyo padre sin estar a favor de los nazis sí que fue un Mitläufer, un indiferente? ¿Qué habría sido de mí si mi infancia hubiera sido la de aquellos niños sobre los que el nacionalsocialismo ejerció su violencia?

Violencia contra los niños no es una novedad para el arte vienés. Gottfried Helnwein es conocido por su obra “Lebensumwertes Leben”, que nos muestra un niño muerto sobre su plato de comida, como si durmiera plácidamente sobre él, apenas salpicado por manchas de un extraño puré, la cabeza descansando sobre el plato, la mano apenas rozando la cuchara abandonada nuevamente sobre el mantel, un mantel impoluto, simétricamente arrugado por la caída del chico sobre el plato: como un bello durmiente, lo habría descrito Heinrich Gross. En 1979, Gross, médico forense nacionalsocialista, concedió una entrevista al periódico Kurier. Cuando le preguntaron sobre si en la época nacionalsocialista habían asesinado a niños por medio de inyecciones, poco menos que se echó las manos a la cabeza. ¡Qué barbaridad! Ellos se limitaban a mezclar veneno en la comida de los chicos. Ellos dormían plácidamente, como angelotes. La respuesta de Helnwein fue la obra que describo.

La violencia contra los niños no es una novedad en la apacible Viena. Siempre me puso nervioso la novelita de Thomas Berhard “El sobrino de Wittgenstein”. Ese sombrío hospital, con alas y pabellones, que se unen unos con otros de forma macabra, como un laberinto inextricable, donde se afianza su amistad con Paul Wittgenstein, me parecía insoportable. Me los imaginaba a los dos, uno rozando la locura y el otro ahogándose por sus problemas pulmonares crónicos (¿acaso de ahí viene la ausencia de puntos de la obrita? ¿acaso el punto no representa la parada respiratoria?). Así que en mi “época vienesa” lo primero que hice fue subir al Baumgartner Höhe y visitar la clínica Am Steinhof diseñada por Otto Wagner. Gran desilusión: allí de macabro no hay aparentemente nada: todo es racionalidad, luz invernal y esos dorados tan horteras del Jugendstill. Y así viví felizmente en Viena, entre cafés, angelotes y racionalismos… hasta que me topé con la exposición de Bockelmann el verano pasado.

Fiedel F, Herbert B. (2 años), Wilfried G. H. (3 años), Erika K. (2 años), Lydia P. (9 años), Josefine K. (11 años), Felix J. (16 años) ilustran las últimas páginas del libro de la exposición. Murieron “apaciblemente” en Spiegelgrund. Así se llamó la clínica, que, entre 1940 y 1945, contaba con 640 camas y en la que 789 niños conciliaron el sueño pacíficamente.

Pero el asunto es aún mucho más funesto. Heinrich Gross, jefe del Pabellón 15, también vivió “pacíficamente”, entre otras cosas gracias a la demencia senil que lo salvó de ser condenado penalmente. Gross también investigó “científica y pacíficamente” con los restos de cabezas, cerebros de más de 400 niños que pasaron por Spiegelgrund. Sus publicaciones comprenden un arco temporal más allá del nacionalsocialismo, entre los años 1954 y 1978. Incluso en el año 2001 se encontraron restos y preparados cerebrales procendentes de Spiegelgrund en las buhardillas del Ludwig Boltzmann Institut de neurociencias, que es el nombre actual del instituto. Una pena que, a veces, solo se modifiquen los nombres. Pero a veces ni eso: el Max-Planck-Institut de Giessen también investigó con estos restos. Julius Hallervorden, otro insigne y pacífico colega de Gross, antiguo director del Instituto de Neurociencia de Berlín durante los años del nacionalsocialismo, encontró allí su dorado retiro académico. Su amigo Gross le enviaba paquetes desde Viena. Hubo que esperar al año 2002 para que los restos recibieran sepultura.

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