La muy abominable sisterhood internacional
¿Qué significa poeta? Persona que escribe poemas. ¿Y poetisa? Literalmente, mujer que escribe poemas. Casi todas las autoras prefieren, sin embargo, que las llamen poetas. Mientras, no deja de extenderse el uso de femeninos como jueza o médica. Una diferencia: aunque la palabra “poeta” proviene de un masculino latino (como tantas profesiones de la primera declinación), su terminación en “a” hace que sea fácilmente asimilable al femenino gramatical español. Es un sustantivo muy incluyente y, quizás por eso, perteneciente al más olvidado de los géneros de nuestra lengua: el común. El rechazo que despierta la palabra “poetisa” no parece deberse, sin embargo, a razones lingüísticas (esas mismas que Jorge Guillén o Dámaso Alonso esgrimieran para recomendar su uso). El problema, todavía insorteable, es que “poetisa” ha sido utilizada durante demasiado tiempo con retintín para tachar de cursi y afectada a una poeta. Incluso hoy, si alguien te llama poetisa, suele hacerlo con una sonrisa de medio lado. Puede percibirse, además, en la palabra cierta connotación de clase: poetisa era aquella señorita acomodada que hacía versos como podría jugar a la canasta o hacer croché, para llenar su tiempo de ocio con naderías. En el inglés callejero del siglo XVI, se utilizaba la palabra “nothing” para referirse a los genitales femeninos, tal como ilustra un célebre diálogo entre Hamlet y Ofelia sobre “cunt matters”:
–Lady, shall I lie in your lap? –No, my lord. –I mean, my head upon your lap. –Ay, my lord. –Do you think I meant country matters? –I think nothing, my lord. –That’s a fair thought to lie between maids’ legs. –What is, my lord? –Nothing.
En un texto fabuloso del año 1900, Rubén Darío escribe que “las literatas y poetisas” se habían convertido en su siglo en un “follaje espeso e inútil” del que podía salvarse a Carolina Coronado y a Emilia Pardo Bazán por sus “cerebros viriles”. Y añade: el resto “de Corinas cursis y Safos de hojaldre, entran a formar parte de la abominable sisterhood internacional”. Y el sintagma es tan bueno que dan ganas de apropiárselo. ¿Por qué no? Eso somos, la muy abominable sisterhood internacional.
Es una realidad constatable que hay menos autoras en las antologías, las nóminas de premios, los festivales literarios. Lo complejo, sin embargo, no es tanto constatarlo como averiguar sus causas que, en mi opinión, son dos posibles: o las mujeres somos idiotas o existe la discriminación de género. La primera opción habría que desecharla, no porque las mujeres no seamos idiotas, sino porque todos los seres humanos lo somos en gran medida. La discriminación de género, por su parte, es tan complicada como cualquier otra problemática ideológica. Y suele simplificarse. Las mujeres no constituyen una minoría en todos esos ámbitos porque los editores, los críticos literarios y los directores de los festivales sean unos misóginos con un plan maquiavélico de exclusión. El fenómeno responde, como siempre, a una combinación de factores que van desde la exclusión consciente, realizada por un sector intelectual reaccionario, a otras prácticas inconscientes que funcionan a nivel individual y colectivo, conductas de discriminación invisibles, imitativas, normalizadas y transigidas por muchos hombres y mujeres. El autosabotaje es un elemento primordial del conflicto. Todos estamos inscritos en la lógica patriarcal en alguna medida. Las feministas también. Solo es posible desarticular esa lógica aceptando que participamos de ella porque nos hemos conformado como sujetos en su interior.
Dicho esto, aunque la configuración del lenguaje tenga mucho de patriarcal, el lenguaje no es un artefacto esencialmente masculino. Su actual configuración es subvertible y de hecho es subvertida de forma constante por hombres y mujeres refractarios a ella. Conviene, en este punto, no olvidarse de que el sujeto político del feminismo no son las mujeres sino el ser humano en general. No se puede escribir fuera del capitalismo ni fuera del patriarcado, pero es posible escribir en conflicto con ellos, violentándolos, tensando sus contradicciones hasta que fragüe, quién sabe, otra cosa. Ojalá que una nueva ficción política menos opresora y excluyente. Las obras escritas por mujeres suelen ser recibidas muy a menudo como obras escritas por mujeres. Eso es así, quizás, por dos razones opuestas: debido a la discriminación positiva secundada por una parte de la sociedad, sobre todo institucional; y porque, en algún rincón profundo e inconfesable, sigue llamando la atención que una mujer publique, como si fuera una extravagancia reseñable (anda, mira, una mujer). Cuando desaparezca la discriminación, el género dejará de constituir un dato significativo y ser mujer u hombre tendrá la misma relevancia que tener el pelo castaño, la nariz chata o la barbilla prominente. O sea, ninguna. Pero aún queda para eso. El género sigue siendo, en el siglo XXI, una parte cardinal de nuestra experiencia. Eso no quiere decir que dicha experiencia tenga que ser bobamente digerida por la literatura: impostar la voz de un agricultor vietnamita o meterse en la piel de Napoleón no te impide recordar desde dónde escribes. Que Madame Bovary fuera Flaubert no quita que Flaubert fuera Flaubert. Estamos atravesados por la historia y, por muy ficticio que sea, nuestro género forma parte de ella. Eso sin olvidar que es posible trabajar con nuestra experiencia de la forma más sofisticada y oblicua posible, entregándonos incluso a la retracción de la propia subjetividad. Después de todo, je suis rien.