Canadá, la reciente novela de Richard Ford, publicada originalmente en el año 2012, supone la última aparición del novelista desde Acción de Gracias (2006), tercera entrega de la trilogía que forman, además, El periodista deportivo (1986)y El día de la independencia (1995).
El ciclo novelístico se centra en la figura de Frank Bascombe un periodista deportivo de treinta y ocho años al que conocemos en su cita anual con su exmujer ante la tumba de su hijo, como suelen hacer el día del aniversario de la muerte de éste a causa del síndrome de Réye, y al que dejamos al final de Acción…, sobreviviente a dos disparos en el pecho infligidos por un atracador. Durante cerca de dos mil páginas, Ford coloca su espejo en medio del american way of life para diseccionar la vida americana y del americano medio. No por casualidad dos de los títulos hacen referencia a sendos días cargados de simbolismo norteamericano en torno a los cuales la novela se desarrolla y en la que no dejan de estar presentes. La banda de la universidad de Haddam ensaya el desfile conmemorativo del Independence Day al comienzo de la novela, mientras un “dios negligente” extiende su bálsamo por las calles y “el mundo marcha al ritmo de sus propios himnos misteriosos”. Bascombe, para quien el progreso es el criterio con el que los antiguos medían el carácter, opina acerca de las cuestiones más dispares, con largos excursos sobre los segundos matrimonios, la compraventa inmobiliaria en New Jersey o las elecciones presidenciales. El ciclo novelístico de Bascombe, personaje caracterizado por algún crítico como un Virgilio en el purgatorio de la América contemporánea, supone una cumbre narrativa sin parangón entre los escritores de su generación y han situado a su autor entre los continuadores de la gran tradición novelística norteamericana anterior, la de los Bellow, Roth o Updike.
Resulta cuando menos sorpresivo que, después de más de mil páginas dedicadas al personaje de Frank Bascombe y su minuciosa descripción de la vida de un personaje en la oscura provincia norteamericana, volcada en tres títulos fundamentales, Ford nos asombre seis años después con una obra como Canada, sorprendente para el club de los más irredentos bascombianos, transportados ahora a un mundo sombrío que bordea en ocasiones lo gótico y que supone en cierto modo una vuelta de Ford a sus primeros libros. (Pero no desesperemos: el autor anuncia una vuelta del personaje: la crisis, Obama… tantas cosas nuevas de las que hablar).
No estamos ya ante la exhaustiva autoexploración de las novelas del ciclo de Bascombe, ni de su aparente linealidad trufada de excelentes short stories que se inscriben sin la menor fatiga en la narración. Canada, al contrario, se abre en una pluralidad de perspectivas: en ella coexisten una novela de aprendizaje, una novela familiar, una reflexión sobre el destino de las vidas, una muestra de cómo se recompone una vida contra ese destino familiar, y muchas otras cosas. La historia comienza en Great Falls, Montana, en una familia presidida por la pax provinciana. Los Parsons se componen del padre, Bev Parson, su mujer Neeva, maestra con deseos de promoción de sus hijos y los hijos gemelos, Dell y la chica Berner. Dell Parsons -el adolescente narrado por un Dell Parsons sesentón, al final del libro presentado como un feliz profesor de instituto, narra cómo su padre, tras desempeñar varios oficios, se introduce en un comercio ilegal con los indios locales con los que contrae una deuda, para cuyo pago asalta un banco con su mujer, Neeva. Son rápidamente detenidos y encarcelados, lo que provoca la desintegración familiar: la hermana huye de la casa y reaparece sólo al final de la novela para dar cuenta de una vida fallida y el joven Dell marcha a Canadá con una supuesta familia de adopción. Para la estructura del relato resulta determinante que la historia esté contada desde el punto de vista de un joven de quince años pero por un Dell Parsons ya mayor, de regreso de casi todo, con una voz analítica pero distante, lúcida pero un punto escéptica, no exenta de melancolía, un hombre sereno frente a las desventuras y discretamente esperanzado, aunque en su mente aniden más preguntas que certezas:
“A causa de las elecciones desastrosas de nuestros padres, creo que soy a un tiempo –y en igual medida- desconfiado con la vida normal y ávido de ella. Me resulta difícil conciliar en la cabeza la idea de una vida normal y la del final al que ambos llegaron. Pero vale la pena intentarlo.”
La aparente linealidad de las anteriores obras de Ford, el cajón de sastre que pudieran parecer a un lector poco atento, deja paso aquí a una obra de una factura muy trabajada, incluso con una cierta dosis de intriga que Ford administra con maestría. La entera primera parte de la novela está resumida en sus dos primeras líneas: “Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después”. El narrador no tiene empacho en resumirnos a continuación la segunda parte: “El atraco es la parte más importante, ya que nos puso a mi hermana y a mí en las sendas que acabarían tomando nuestras vidas.” Pero si no sabemos del atraco hasta bien comenzada la novela, de los asesinatos no sabremos sino al final; y sólo muy entrado el relato descubrimos que quien nos habla es el adolescente cincuenta años después, un hombre que aparece en el breve final como una gran coda que pretende recoger el aparente magma novelístico.
Que la vida iba en serio, J, el protagonista de Canada, lo empieza a comprender muy pronto. Y gran parte de la novela se organiza en torno al intento de explicación del mundo por parte de un adolescente que se va a abrir a la madurez y a la forja de ese adolescente camino del mundo adulto. Un niño que tiene como referentes el ajedrez y los panales de abejas -dos mundos paradigmáticos de un orden y una armonía tan anhelados como imposibles de alcanzar-, que concibe a su padre como algo cercano al héroe de guerra, que admira el interés de su madre por infundir a sus hijos ciertas inquietudes, y que ve cómo en un momento se desmorona ese estado de cosas sobre el que pivota todo su equilibrio:
“Hoy recuerdo esa noche como el mejor y más natural de los momentos que pasamos en familia aquel verano, o hubiéramos pasado nunca. Por un instante vi cómo la vida podría discurrir de un modo más estable, más fiable. Nuestros padres se sentían felices y cómodos el uno con el otro. Mi padre apreció la forma en que mi madre se comportaba con él (…) Era como si hubieran descubierto algo que había habido entre ellos un día pero que con el tiempo se había ocultado o malinterpretado u olvidado, y volvieran a sentirse hechizados por ello una vez más, y el uno por el otro.”
Pero la realidad se empeña tozudamente en alterarse: “Era lo que ya he dicho antes: estaban sucediendo cosas a mi alrededor. Y mi papel no era otro que el de encontrar una forma de ser normal. Los niños conocen lo normal mejor que nadie.” Que el más nimio de los acontecimientos puede desencadenar la tragedia y que el bien y el mal están separados por una línea no siempre visible son las pocas certezas en las que el muchacho puede sustentar su existencia:
“Es raro, sin embargo, aquello que te hace pensar en la verdad. Muy pocas veces tiene que ver con los hechos de tu vida. Entonces, durante un tiempo, dejé de pensar en la verdad (…) Los hechos que resultaron decisivos en las vidas de nuestros padres se estaban convirtiendo en secundarios respecto de los hechos que me llevaban a mí hacia delante desde aquel día de agosto. Aprender este hecho nada sencillo ha constituido la materia de este relato.”
Las preguntas que se plantea el joven Dell sólo pueden ser contestadas desde un mundo ausente de caos. Misión imposible, pues las contingencias vitales y el atolondramiento paterno alejarán cualquier vestigio de orden familiar. Y no sólo se trata de “lo cerca que está el mal de los acontecimientos normales que nada tienen que ver con el mal”, sino que el desorden exterior traerá aparejado el interior. Es una quimera imaginar en ese contexto un asomo de hogar, inútil configurar una mínima imago paterna. La mentira ha trastocado todo un mundo: el uniforme del ejército se ha convertido en un grasiento mono de faena despojado de sus galones, el puzzle de las cataratas del Niágara en la quintaesencia del vulgar entretenimiento de un hombre que consumía así sus mediocres asuetos. Todo está tan del revés, todo es tan desconcertante, que, el primer día de ausencia de los padres, a los que la policía se ha llevado detenidos, los dos jóvenes organizan con el novio de ella una pequeña bacanal que concluye con la transgresión del tabú del incesto, en una escena con resonancias meursaultianas. Y esto resulta ser algo más que anecdótico si se tiene en cuenta cómo en un contexto tan convencional se acaba de transgredir otro más sagrado aún como es el de la propiedad privada. De todas formas, nada de esto cuadra precisamente con la exactitud del juego del ajedrez ni con la armonía, con el orden de un panal de abejas, que han sido hasta ahora los referentes de un joven que soñaba tan sólo con acudir a la escuela y que seguirá persiguiendo esta quimera aun en los momentos más difíciles.
Este agrietamiento del mundo, esta ausencia de referentes morales, da lugar luego a la otra parte de la novela, la del viaje y estancia del joven en Canadá:
“En la pradera, la historia y la memoria parecían tan ajenas como el propio paso del tiempo –como si lo vecinos de Partreau hubieran desaparecido no en el pasado sino en otro presente vivo-, lo cual explicaba por qué no había ningún cementerio merecedor de tal nombre, y por qué se había dejado tanto atrás.”
No cabe una mejor expresión de la desolación de un ser humano, de la sensación de desarraigo, que la descrita en el viaje de salida del niño hacia Canadá. Y no sólo por la economía de medios con la que está relatada, ni porque sea un adolescente quien la sufre, ni porque sea ese adolescente ya adulto quien esté rememorando ese viaje. Lo que otorga la auténtica dimensión a ese desconsuelo es la conciencia que el joven va adquiriendo de haber sido engañado por sus padres, los únicos referentes del mundo de cualquier adolescente. La revelación de la mentira dejó al desnudo la ridícula miseria de la vida de su padre, con la que hasta entonces no sólo se había sido indulgente, sino hacia la que se había mostrado incluso una cierta devoción. Con este mundo del revés inicia el joven su viaje a Canadá, con el proyecto de ingresar en la madurez, en un mundo adulto en el que no existen sino la miseria moral, el salvajismo, la ley del más fuerte, la violencia, ya sea física o moral, por encima de cualquier otro valor, de cualquier otro motor que mueva las conciencias y las conductas de unos extraños seres llenos de ruido y de furia.
“Tenía escaso sentido de pertenencia, y, aparte de mis tareas cotidianas, participaba en muy pocas cosas. Yo mismo me suministraba mi propio sentido de pertenencia y de normalidad; era (y es) mi carácter.”
Es el nuevo joven Dell el que habla, en su exilio canadiense, donde le han buscado a toda prisa una familia de adopción. Pero nada más lejano a sus requerimientos: Dell ha entrado en un mundo raro, poblado por personajes góticos, de resonancias a veces faulknerianas, que esconden un turbio pasado o que resultan difíciles de acomodar en una sociedad normalizada, por lo que sospechamos que viven en esa especie de no-lugar estepario. Aquí, en “un lugar hecho para el asesinato, un lugar de carencia y de promesas abandonadas”, el joven convive con racistas neonazis, indios adictos al pintalabios, paisajistas a la manera de Hopper, un microcosmos demasiado duro para el adolescente, quien, por lo demás, prosigue con su intento de reconstruir la figura del padre, esta vez encarnado en su nuevo patrón. Pero su mirada va perdiendo candidez. Está creciendo a golpes de infortunio, de trabajos duros, de rudeza en el trato, de personajes que arrastran enigmas tan insondables que ni siquiera suscitan en él la curiosidad de resolverlos. Emerge ahora el Ford más poderoso, ese que algunos tachan de reiterativo, cuando crea el fondo opresivo en el que proyectar la personalidad del protagonista: la disposición de los puestos de caza, el ritual de la partida en la madrugada, el despiece de los gansos, las plumas, su evisceración en repugnantes estancias y letrinas nauseabundas. Su vida se desarrolla en condiciones infrahumanas, carece de lo indispensable y se mueve entre personajes cuya rudeza y primitivismo psicológico, la violencia, larvada o no, con la que se desempeñan, hace que parezcan guiados por la fuerza de un maligno taumaturgo:
“Todo en la casa olía a humo viejo, a comida pasada hacía tiempo, a retrete y a otros olores humanos fuertes cuya procedencia ignoraba y por tanto no podía tratar de limpiar, pero que podía notarme en la boca y olerme en la piel y en la ropa cuando salía para el trabajo por la mañana, y que me hacían sentirme avergonzado.”
¿Cómo sobrevivir a todo esto? ¿Cómo alcanzar la ansiada normalidad, tan cercana a lo maligno que casi puede rozarse con la punta de los dedos? El joven Dell se agarra a un resquicio para tratar de caminar por una vez en favor de su historia y reflexiona sobre el principio del camino salvífico:
“Mis padres me habían hablado uno y otro de la aceptación (…) Algún día, en alguna parte, sería capaz de explicare todo aquello a mí mismo.(…) Hasta ese día, trataría de conciliar todos los buenos consejos que había recibido: generosidad, aceptación, renuncia, buscar la longevidad, dejar que el mundo venga a ti, y, con todos ellos, labrarme una vida que vivir.”
La breve parte final narra el encuentro entre Dell, y su hermana, rota por una vida desafortunada y desahuciada por un linfoma. Dell se muestra ahora con una voz analítica pero distante, resignado ante la desgracia, discretamente esperanzado, alguien con escasas certezas y no muchas más preguntas. Un hombre casado, feliz profesor de literatura que les habla a los alumnos de Hardy, de Gatsby, de El corazón de las tinieblas, de lo que supone concebir una vida de manera distinta a una mera sucesión de acontecimientos, del paso de una existencia que no funciona a otra más satisfactoria, o a las decisiones que se adoptan traspasando una línea sin retorno. Se entrevista con la hermana (en un motel de carretera, otro no lugar descrito de manera memorable, así como el campamento de roulotes donde vive ella. Los fantasmas vuelven a la escena de Dell, se vienen encima las vidas descosidas que un día formaron un orden parecido a la felicidad y que hubo que sacar con trabajo de la propia vida: un escrito de su madre desde la cárcel, antes de su suicidio, “la crónica de una persona débil”. Su voz más auténtica y que habría tenido ocasión de desarrollar de no haber cruzado la fatal línea. Su padre jugando a las tragaperras en una estación de servicio de Nevada, una hermana rota cuya vida “no parece haber sido una buena vida.” El corolario de la obra es el poder salvador de la memoria: “Yo he tenido la bendición de la memoria, lo mismo que mi hermana Berner, al final, tuvo la bendición de tener menos”. Una memoria que sepa disponer de manera más o menos articulada los fragmentos de una vida. El narrador cita una vez más a su admirado Ruskin: la composición como la disposición de cosas desiguales, que uno debe tratar de aplicar a la propia vida, para decidir lo que es realmente importante y lo que puede dejarse a un lado.
Mi madre me dijo que tendría miles de mañanas para despertar y pensar en todo esto (…) He tenido ya varios miles. Lo que sé es que tendrás una oportunidad mejor en la vida -de sobrevivirla- si toleras bien la pérdida: si te las arreglas para no ser un cínico en todo aquello que ella implica; si te supeditas, como sugirió Ruskin, al mantenimiento de las proporciones, a enlazar las cosas desiguales en un todo capaz de preservar lo bueno, aun cuando haya que admitir que lo bueno no es a menudo fácil de encontrar. Lo intentamos, como mi hermana dijo. Lo intentamos. Todos nosotros. Lo intentamos.
Nunca un final optimista estuvo tan lejos de un final feliz.