Olvidos de Granada. Nº 2

Luís García Montero

El segundo número de Olvidos de Granada trató sobre el importante acontecimiento que supuso la visita de Rafael Alberti en el otoño de 1984, cuando el poeta gaditano aportó a Olvidos de Granada un interesante texto sobre Federico. En aquel número se analizó también el Estado de la Cultura de la ciudad, un asunto primordial, que sigue teniendo su vigencia hoy en día. Luis García Montero mira atrás y hace memoria de lo sucedido hace treinta años.

Memoria de Olvidos

Las ciudades que nos hacen suelen deshacerse antes que nosotros. Baudelaire explicó esta complicada y melancólica realidad en los versos de Las flores del mal, cuando comprendió que las calles de París se habían convertido para él en una alegoría. Junto a lo que estaba delante de sus ojos, junto al mundo de carne y hueso, de vegetal y piedra, se levantaban también las ausencias, todo aquello que permanecía después de haber dejado de ser. Las cosas que lo habían ayudado a crecer sólo eran el rumor de un fantasma.

Es un proceso que nos define. Una parte de la vida pasa sin nosotros porque nosotros formamos parte de aquello que debe desaparecer para que la vida pase. Por mucho que intentemos estar al día, salir a la calle es como meter los zapatos en el agua, como perder pie. Ocurre lo mismo cuando abrimos una vieja revista y nos encontramos debates, noticias, palabras de otro tiempo. Primero llega la memoria, el testimonio de un pasado que nos devuelve a lo que fue una experiencia cotidiana. Pero después aparecen las comparaciones, las cuentas del presente. Desde que el tiempo dejó de ser sagrado, una repetición de la verdad, no hay discurso político real que no suponga una lectura de la historia. Decidir sobre el sentido de los acontecimientos anteriores resulta imprescindible para hacerse dueños de la actualidad e, incluso, de las ilusiones de futuro.

Ocurre lo mismo con la memoria particular. Los recuerdos vuelven tal vez en forma amable, pero en su luz amortiguada y cálida esconden un ejercicio de conciencia. El interrogatorio de cualquier espejo o de cualquier ventana, el mirarse a uno mismo o el mirar a la calle, es inseparable de las preguntas del Ubi sunt? El qué somos no tiene otra perspectiva que el dónde está ahora lo que fuimos.

Vuelvo al número 2 de la revista Olvidos de Granada, a los primeros años 80, a la ciudad que me hizo, a los nombres, las alegrías y las preocupaciones que me rodearon entonces. Encuentro, por ejemplo, dos inéditos de Rafael Alberti sobre Federico García Lorca. Leo noticias de libros, de maestros y jóvenes escritores, y desemboco en un debate de los responsables de cultura de la ciudad sobre las limitaciones y los rumbos de su trabajo, una conversación promovida por la revista. Tengo la sensación, me gusta tenerla, de que no son testimonios separables, que la presencia de Alberti en las páginas de Olvidos, y de los jóvenes escritores que por entonces empezaban a publicar en Granada (Antonio Muñoz Molina, Justo Navarro, Álvaro Salvador…), tiene que ver con una determinada forma de entender la cultura y la ciudad.

Granada, ciudad de letras, repitió como afirmación de identidad un cartel con el rostro de García Lorca diseñado en aquellos años por el pintor Juan Vida para la Facultad de Filosofía y Letras. Granada, ciudad cultural, capital de la cultura andaluza, se repetía en las conversaciones privadas y en algunos documentos oficiales. La ciudad pensaba sobre sí misma, y el tejido social que pretendía consolidar su imagen en los primeros años de la democracia era inseparable de la cultura. Una vez más se intentaban romper las barreras del localismo, de las gloriososas bandurrias provincianas, del diminutivo granadino, del cartel a una tinta anunciando un rosario, para vivir desde Granada más allá de Granada.

¿Qué encontró Rafael Alberti en la ciudad? Primero la ciudad misma, que era para él un mito de su juventud, una deuda símbólica en la memoria de los años felices rotos por la Guerra Civil. El exilio hizo que los poetas de la generación del 27 idealizaran su juventud y la convirtieran en un paraíso perdido. Dentro de esa paraíso habitaban la amistad entre Federico García Lorca y la visita prometida por el amigo gaditano a la ciudad de la Alhambra. Los versos de la “Balada del que nunca entró en Granada”, cantados por Paco Ibáñez, habían popularizado entre nosotros esta deuda:

¡Qué lejos por campos, mares y montañas! 
Ya otro soles miran mi cabeza cana. 
Nunca fui a Granada.

Diversos azares trajeron al poeta una y otra vez: su entrada por fin en la ciudad, en febrero de 1980, su amistad con los profesores del Departamento de Literatura Española de la Universidad, una lectura en el patio de la Facultad de Pontezuelas propiciada por el Aula de Poesía, un homenaje en La Tertulia promovido por Rafael Juárez y la revista Trames, una participación en el II Encuentro de Poetas Andaluces… Rafael Alberti vivió la amistad de un grupo de poetas que actualizó en el presente las ilusiones de su memoria. La complicidad vital, el amor por la poesía y el compromiso político le devolvieron la difícil posibilidad de encontrar a su regreso del exilio algo parecido a lo que había abandonado en 1939. Para un poeta definido por el vitalismo, por la necesidad de confundir su identidad con la juventud y el presente, Granada suponía el recuerdo de García Lorca y la actualización de los viejos sentimientos de la poesía y la amistad. Si el regreso del desterrado es siempre una experiencia de insatisfacción, porque los años hacen desaparecer el país que se vio obligado a abandonar, Granada fue para Rafael un ámbito de admiración y complicidad que le permitió dejar por unos momentos de sentirse exiliado. A nosotros, al mismo tiempo, nos permitió seleccionar nuestro pasado, la ciudad desaparecida con la ejecución de Federico García Lorca.

Al releer los inéditos de Rafael sobre el teatro de García Lorca, al evocar los versos de Los hijos del Drago, el libro que nos dio para la colección Maillot Amarillo, recuerdo también muchas escenas de aquellos años. Rafael subiendo en coche la carretera de Víznar, Rafael asustado de algunas maniobras automovilísticas exigidas por los callejones y las escaleras del Albaicín, Rafael leyendo sus poemas en el Corral del Carbón. Lo veo entrar en Galerías Preciado para comprar un exprimidor de naranjas y un regalo de Navidad, presentar una exposición de Juan Vida en el Manuel de Falla, hablar con el joven poeta Luis Muñoz o enfadarse en una venta de la carretera de la Sierra con una mujer que lo llamaba Papabuelo de forma insistente.

A Granada acudieron los protagonistas de la cultura, porque Granada se buscó a sí misma como ciudad cultural hasta ponerse de moda. Más o menos por los mismos años se consolidó la amistad con Jaime Gil de Biedma, José Manuel Caballero Bonald y Francisco Brines. Esta dinámica fue la que hizo posible unos años después el encuentro Palabras para un tiempo de silencio, dedicado a los escritores de la generación del 50, y el número especial publicado por Olvidos.

La preparación de aquel encuentro facilitó muchos momentos de amistad y de emoción literaria. Mariano Maresca y yo viajamos a Barcelona en busca de materiales para la exposición organizada en el Palacio de los Condes de Gabia. Las casas de Jaime Gil, Carlos Barral, José Agustín Goytisolo y Juan Marsé soportarón nuestras pesquisas y nuestras peticiones con una generosidad inolvidable. La misma generosidad con la que nos recibieron a Javier Egea y a mí las casas de Juan García Hortelano, Jesús Fernández Santos, Josefina Aldecoa y Ángel González en Madrid.

El tejido social de una ciudad descansa en los nombres propios y en las instituciones. Las coincidencias felices provocan tiempos de ilusión orgullosa y de creatividad. El ayuntamiento de Enrique Tierno Galván, unido a personas como Pedro Almodóvar, Joaquín Sabina o Enrique Urquijo, desató unos años luminosos en los que Madrid se quitó de encima el peso del café con leche y la culpa de la posguerra. Al pensar en Granada, la luz de los 80 dependió del área de cultura de la Diputación, con un papel muy especial desempeñado por Juan Manuel Azpitarte, y del ayuntamiento de Antonio Jara. Por lo que se refiere a los nombres propios, destaca el de Mariano Maresca, profesor de Filosofía del Derecho, pero sabio en cien disciplinas. Su interés por el cine, la literatura, la pintura, el diseño, la arquitectura, la ópera o el rock, se debieron y se deben a que sus inquietudes, heredadas de la tradición cultural italiana, procuran sobre todo pensar la ciudad, imaginar una geografía habitable para la soledad, el diálogo, los conflictos, los sueños y las magulladuras de la gente.

A Mariano Maresca, el director de Olvidos de Granada, le debemos que aquella ciudad imposible viviera al menos en papel. La ciudad que nos hace está construída también de imaginaciones. Muchas de ellas se mantienen hoy vivas. Lo compruebo cada vez que vuelvo a la revista y abro una de sus páginas. Resulta difícil que no salten de inmediato las comparaciones y el ejercicio de conciencia sobre la realidad actual.

Causa asombro la lectura del debate que la redacción de Olvidos le propuso en el número 2 a los responsables culturales de la ciudad. ¿Cómo construir una ciudad? ¿Cuáles son las prioridades? ¿Qúe sentido debe darse a la inversión pública? ¿Cómo se evita el clientelismo? ¿Qué significa una cultura democrática? ¿Cómo se rompe una herencia de localismo religisoso, zafiedad y populismo? Aquellas preguntas estaban allí, eran el equipaje para una búsqueda compartida. También eran el testimonio anticipado de una inquietud, la sombra de unos peligros que nos miraban con ojos incrédulos y esperaban su momento para volver a adueñarse de la ciudad.

Número 2 de Olvidos de Granada

Comparte

Deja un comentario