Más Derecho Penal

Juan Luis Fuentes Osorio

Engaño y crueldad

La sociedad presiona al legislador para crear nuevos delitos, agravar las penas y endurecer su forma de cumplimiento. Las leyes penales que dan respuesta a estas exigencias son productos engañosos, defectuosos y crueles.

Los debates sobre política y economía son habituales. Se polemiza con energía pero, en cierta medida, están presididos por una pretensión de racionalidad que nos permite comprender el problema, sopesar los puntos de vista y sus pros y contras. Sin embargo, cuando se discute sobre asuntos penales nos expresamos con vehemencia, desde posiciones inamovibles e impermeables a la compresión. Tengo experiencia en ello. La mayoría de las controversias sobre casos penales de trascendencia pública en las que participo acaban en un callejón sin salida con alguna de estas cuestiones: ¿Cómo es posible que semejantes conductas no estén recogidas en el Código Penal? ¿Cómo puede ser que finalmente no se haya condenado a ese criminal? ¿Por qué cumple una pena tan leve y de esa forma tan benigna? Indico que existen motivos que explican la respuesta penal que critican. Señalo que hay otros mecanismos legales de solución del conflicto que no implican una privación de libertad, que es necesario probar los hechos que se imputan, que la pena tiene una extensión limitada. Mis respuestas no convencen. El problema puede estar en mi forma de exposición, sin duda demasiado técnica, no obstante, no se comparten las razones que aduzco porque son incompatibles con las necesidades de justicia y de seguridad de mi interlocutor.

Esta situación no me extraña en absoluto. Una permanente sensación de insatisfacción punitiva domina la percepción comunitaria de la actuación penal. Se manifiesta de dos formas.

1. ¿Qué es lo que esperábamos?

Nuestra sociedad reclama una solución punitiva de los problemas. Se afirma que únicamente quedan resueltos si existe una respuesta penal. El origen y la perpetuación del conflicto se imputa a menudo a una intervención penal tardía o deficiente (curiosamente la opinión pública confía en el poder del Derecho penal para cambiar la realidad al tiempo que ha perdido su fe en el Estado intervencionista).

La percepción de la insuficiencia de la actuación penal nos contraría y se reprocha al legislador su incapacidad con la amenaza de costes electorales.  El gobierno, ante el temor a enfrentarse a un auditorio del que depende su futuro, decide engordar el Código Penal con nuevas conductas delictivas. Más Derecho penal, pero ¿es lo que esperábamos? Desde luego que no.

(i) Se ha calmado el ansia del auditorio pero con un producto engañoso. Se basa en una visión adulterada de las cosas. No busca solucionar los problemas.

Nuestro miedo al delito no coincide con la realidad. Los medios de comunicación eligen qué acontecimientos son noticiables, y dejan otros fuera, suelen dar una visión descuidada y simplista de las manifestaciones delictivas, eluden dar el tratamiento de «problema social» a la delincuencia y nos presentan un debate en el que no aparecen todas las propuestas de solución. Las fuentes oficiales y partidos políticos también colaboran en este proceso de selección de los conflictos delictivos y de seguridad ciudadana, informan sobre su estado y aportan propuestas de solución, con el objetivo de justificar su actuación y/o criticar al enemigo político. La imagen final del problema y de las posibilidades de acción siempre resulta distorsionada. Por ejemplo, es indudable que la concentración de los medios de comunicación en los homicidios genera una gran preocupación por los delitos contra la vida. Lo que seguramente  no sabemos es que su número es mínimo (387 homicidios y asesinatos dolosos consumados en el 2011, 14 menos que en el 2010) y que la tasa de criminalidad por estos delitos es inferior a 0,01 por cada 1.000 habitantes  (0,0082 en el 2011. Fuente: http://www.interior.gob.es/file/55/55620/55620.pdf). Del mismo modo conocer que España es uno de los países donde menos crímenes se registran en el mundo (la tasa de criminalidad en el 2009 era de un 45,8 por 1000 habitantes, una de las más bajas de Europa: inferior a la de Francia 56,4, Alemania 73,8, Reino Unido 77,7 o Suecia 151,9 entre otros países) posiblemente ayudaría a incrementar la sensación de seguridad.  En cambio, hay temas que no inquietan. Por ejemplo, apenas son noticia los delitos laborales (que no acaben con la muerte o la lesión del trabajador). No interesan. En ello insiste el Ministerio del Interior, que en sus balances o evoluciones breves de la criminalidad no informa sobre este ítem. ¿De verdad que en un momento de crisis económica como la actual no resulta relevante saber que la imposición de las condiciones laborales –art. 311 CP- puede ser delito y cuál es su evolución o que nunca se ha aplicado el delito de reiteración en la discriminación laboral – art. 314 CP -?

La reforma penal no resuelve el problema estructural, ni siquiera el personal, que subyace tras cada delito. Las leyes creadas tampoco lo pretenden. Su función es distinta. Persiguen generar un cambio en los climas de opinión. Que vuelvan a ser favorables al gobierno. Se trata de mostrar su aptitud mediante un producto que aumente la sensación de seguridad y confianza en el sistema, que trasmita una impresión de actividad y de tolerancia cero. ¿Cómo nos podemos creer que una ley por sí sola puede tener efecto y, además, de manera inmediata? Y sin embargo lo hacemos. Ello tiene un coste. Este truco de magia nos distrae, nos ayuda a dejar de ver que el conflicto persiste, que la ausencia de una política social facilita el desarrollo de un sistema represivo contra los marginados en nombre de la seguridad interior, que la solución de los problemas exige medidas de carácter social, una modificación de aspectos culturales y socioeconómicos, que no hacen falta penas sino un cambio en nuestra forma de pensar y actuar. Alternativas mucho más costosas en un sentido económico y político. Exigen un debate con la sociedad a la que hay que plantearle propuestas de solución, incómodas para algunos, que no producen un efecto inmediato. Requieren implementar las medidas según un plan racional, comprobar si han sido eficaces y asumir posibles costes electores. 

(ii) Por otro lado, las nuevas figuras delictivas creadas pueden ser un producto defectuoso. Su uso es difícil y no siempre genera el resultado que buscamos.

Con frecuencia se introducen artículos que, aunque tienen un evidente valor educativo, no colman lagunas punitivas porque las conductas a las que se refieren ya eran objeto de sanción penal. Esta duplicidad regulatoria origina conflictos técnicos de difícil solución y algunas paradojas.

En ocasiones sucede que las conductas incorporadas al código prevén un marco penal inferior al mecanismo de solución existente hasta ese momento. Por ejemplo, el CP de 1995 introduce el chantaje sexual como forma de acoso sexual,  sancionado actualmente por el art. 184.2 CP con una pena de 5 a 7 meses o multa de 10 a 14 meses. Ahora bien, el mismo comportamiento se puede  sancionar como una amenaza de un mal no constitutivo de delito del art. 171 CP con una pena superior (3 meses a 1 año o multa de 6 a 24 meses). Si se decide aplicar el art. 171 CP se vacía de contenido al art. 184 CP (del que sólo queda su función educativa y electoral). Si se opta por este último, por su especialidad, podemos afirmar que se trata, al imponer una sanción menor, de una solución que privilegia al autor.

Otras veces la falta de uso del tipo específicamente creado se debe a que el comportamiento es objeto de sanción (o al menos debería serlo) por otro artículo que contiene una agresión superior. Se puede ver con el siguiente caso. Un sujeto solicita favores de naturaleza sexual en el ámbito de una relación laboral. Más tarde realiza tocamientos y besos no deseados a la misma persona solicitada. La conducta más grave punible no será el acoso sexual (prisión de 3 a 5 meses o multa de 6 a 10 meses, art. 184.1 CP) sino el abuso sexual (pena de prisión de 1 a 3 años o multa de 18 a 24 meses, art. 181.1 CP) que absorbe el acoso (que, no obstante, mantiene su autonomía cuando haya una cualificada situación de persistencia y continuidad).

¿La percepción de que no se están usando estas formas de acoso sexual, la figura penal que iba a resolver ese conflicto, no contribuye a desarrollar una sensación de impunidad?

2. ¿Demasiados derechos y penas leves?

También genera insatisfacción la presunta indulgencia que el sistema presenta ante los delincuentes. Se afirma con rotundidad que los criminales disponen de demasiados derechos, que sufren penas leves, que se imponen de manera benigna. Ello se ha plasmado en una triple exigencia: el aumento de las penas, la dilución de los derechos y garantías de los criminales, la intensificación de la severidad en el régimen de cumplimiento.

El legislador atiende estas peticiones. Responde a las demandas de justicia. Cómo negarse a ello cuando son realizadas por la masa electoral y, sobre todo, por las víctimas, especialmente por las de delitos violentos, especialmente por las del terrorismo. Satisface las ansias de seguridad de la sociedad: se accede a evitar la peligrosidad del delincuente mediante su inocuización aumentando el tiempo que pasa en prisión, creando mecanismos de control después de esta. En este ámbito, se observa con mayor claridad cómo la política criminal, antes que por los expertos, es informada por las víctimas y por los que tienen miedo.

Tenemos un derecho penal más severo, ¿pero era necesario? Con su actual configuración ¿nos podemos seguir definiendo como un estado democrático de derecho? Debo dar una respuesta negativa a ambas cuestiones.

(i)  La construcción de un sistema de reequilibrio de la justicia mediante el culto a una víctima que solicita justicia (entendida como venganza retributiva) da paso a políticas conservadoras irracionales y emotivas. Se da un sentido retributivo a la pena. Es un castigo que restablece el sentimiento global de justicia y confirma la gravedad del dolor y la pérdida sufrida por la víctima. Esta expiación requiere la imposición de penas graves de forma severa. Los derechos del agresor no deben ser un obstáculo. ¿Cuál es el límite de estas reclamaciones de justicia? No tienen techo. Ello es evidente en los delitos contra la integridad física. ¿Qué precio tiene la vida? 20 años, 40 años, la cadena perpetua, todo es insuficiente. Incluso la muerte de un recluso sería poco coste por la vida de varias personas.

En un modelo tutelar en el que el Estado se encarga de resolver el conflicto entre víctima y agresor no se puede dejar en manos de la persona afectada la determinación de la sanción (o el condicionamiento de la misma) pues se mueve por factores emocionales, por el odio y la venganza, no sometidos a una lógica de derechos y garantías. Ahora bien, sí que se pueden garantizar las necesidades y derechos de las víctimas de modo que no colisionen con los derechos del imputado. Mediante  mecanismos de participación en el proceso: incrementar el número de delitos que exigen una denuncia; extender la eficacia del perdón; mejorar la responsabilidad civil en el proceso penal; potenciar los procedimientos especiales de mediación, etc. Y sobre todo a través del amparo de las víctimas: programas de asistencia y compensación, inclusión de la reparación como sanción, desarrollo de la mediación, etc. Actuaciones destinadas a la  desvictimización que pueden tener un elevado coste económico. Apoyar la venganza privada es barato y, electoralmente, muy rentable.

(ii) Nunca hemos tenido un sistema penal benigno. Se le puede acusar de ello porque establece un límite mínimo (inicialmente decidió excluir las privaciones de libertad inferiores a 6 meses, art. 36.1 CP) y máximo de estancia en prisión (20 años, arts. 36.1 y 76 CP), porque mantiene un sistema de beneficios penitenciarios (permisos de salida, tercer grado, libertad condicional, arts. 90 y ss. CP) y de formas sustitutivas de la penas privativas de libertad (arts. 80 y ss.). Estos factores están orientados por los principios constitucionales (arts. 15 y 25.2 CE) de resocialización y de humanidad de las penas. Se basan en la consideración de que el delincuente sigue siendo un ciudadano que queremos reintegrar en la sociedad, objetivo que, además, contribuye a la prevención de futuros delitos. 

Sin embargo el Código penal, también desde su origen, viene condicionado por otros fines. Retributivos: el delincuente merece sufrir penas graves impuestas de forma severa. Preventivos generales: hay que dar ejemplo a la sociedad e intimidar a potenciales delincuentes con la dureza de las sanciones. Y preventivos especiales negativos: hay que defender a la sociedad de los sujetos peligrosos mediante su internamiento prolongado. Así, el Código Penal que surge en el año 1995 preveía penas privativas de libertad que podían llegar directamente hasta los 25 (asesinato cualificado, art. 140 CP) y 30 años (delitos de terrorismo causando la muerte de una persona, art. 572 CP). También indirectamente, a través del ascenso en grados de la pena por agravaciones, era posible alcanzar los 30 años (art. 70 CP). Establecía excepciones que permitían ampliar el límite de la condena máxima, cuando se hubieran cometido varios delitos, hasta los 25 y 30 años (arts. 76 CP). Fijaba un elevado periodo de cumplimiento de condena para poder disfrutar de la libertad condicional (tres cuartas partes, art. 90 CP). Incorporaba una cláusula que autorizaba, de manera muy sutil, la desactivación del resto de los beneficios al hacer depender sus plazos de la suma total de penas en vez de la condena máxima (art. 78 CP). No recogía la posibilidad, prevista en el anterior Código penal, de reducir pena con el trabajo.

Me detendré en este último aspecto, vinculado con la denominada doctrina Parot, cuya retirada, obligada, ha indignado a la mayoría de nuestra sociedad. El Código penal de 1995 eliminó la posibilidad de reducir la condena máxima por trabajos (un día de condena por dos días de trabajo) que preveía el Código penal de 1973 (art. 100). En virtud del principio de legalidad ello únicamente afectaría a los autores de delitos cometidos después de su entrada en vigor (24.05.1996). Dicho de otro modo, la prohibición de retroactividad en perjuicio del reo (derivada del art. 25.1 de la Constitución Española) posibilitaba que el que hubiera realizado una conducta delictiva con anterioridad a esa fecha pudiera seguir disfrutando de dicho beneficio. Años más tarde llegó el momento de liberar a los presos que habían cumplido sus penas. Estas eran inferiores a los treinta años de  condena máxima (art. 70 CP de 1973) al  descontar los días abonados por el trabajo efectuado. Rondaban los veinte años. Era inaceptable. Había que construir una interpretación que hiciera imposible usar este beneficio. ¿Cómo hacerlo? Imaginen el siguiente supuesto: un recluso está cumpliendo un conjunto de penas (por ejemplo cien años en total) pero sólo puede estar en prisión treinta años. Para evitar que salga antes de llegar a ese límite por el trabajo realizado el Tribunal Supremo decide que este beneficio no se debe descontar de la condena máxima (es decir, de los treinta años), sino que se tiene que aplicar por orden a cada una de las penas impuestas. Si los cien años indicados se dividieran en cinco penas de veinte años y restáramos ocho años por trabajo, esta reducción se realizaría sobre la primera pena, que quedaría satisfecha a los doce años. Se pasaría a cumplir la siguiente pena de veinte años y así sucesivamente hasta que el recluso saliera libre a los treinta años. No hace falta ser abogado para apreciar que este cambio jurisprudencial en la interpretación del cómputo de beneficios ocultaba una imposición retroactiva de la eliminación del beneficio penitenciario. Semejante infracción del principio de legalidad se podría esperar de una dictadura bananera, pero no de un Estado de derecho. Esta es la doctrina Parot. Este método sutil ya fue utilizado por el legislador en el Código penal de 1995 al establecer la posibilidad de derogar el acceso a la libertad condicional. El art. 78 Código penal permitía medir el cumplimiento del requisito temporal de la libertad condicional (tres cuartas partes) no respecto a la condena máxima (veinte años como regla general), sino respecto a la totalidad de las penas cuando la condena era inferior a la mitad de esta suma. De modo que si se imponían doscientos cincuenta años de cárcel se podía sostener  que únicamente sería posible conceder la libertad condicional cuando cumpliera ciento ochenta y siete años y medio en prisión. Obviamente el recluso saldría antes de cumplir ese tiempo. De esta forma tan cínica se desactiva la libertad condicional.

La cara más severa del Código penal se consolida en posteriores reformas. Se reduce la condena mínima privativa de libertad (tres meses), se aumentan los requisitos para acceder al tercer grado (cumplimiento de la mitad de las penas superiores a cinco años) y a la libertad condicional, se impone de manera obligatoria la regla del art. 78 Código penal en algunos casos, se incrementan las penas de numerosos delitos, se prevé una condena máxima excepcional de hasta cuarenta años, etc. Deberíamos estar más satisfechos. No es así. Posiblemente porque desconocemos esta dureza, o porque no nos lo han explicado, o porque creemos (y pueden que nos hayan animado a pensar de este modo) que, como en un juego de suma cero, hay que privar al recluso de todos sus derechos para restablecer la justicia y la confianza en el sistema. No resulta extraño, por tanto, la próxima reforma del Código penal que introducirá, por primera vez en democracia, la cadena perpetua mediante la institución de la prisión permanente revisable (y la nueva regulación de las medidas de seguridad con el único límite de la peligrosidad del delincuente). Dirán que no infringe las prohibiciones constitucionales de tortura y penas inhumanas (art. 15 CE) porque prevé la posibilidad de revisión (tras veinte y cinco años de cumplimiento en el mejor de los casos). Se dice que ello da al recluso una esperanza de liberación que alivia y humaniza la pena. No es cierto. Representa (del mismo modo que el cumplimiento íntegro de penas de hasta cuarenta años) una ejecución de la pena privativa de libertad semejante a la tortura. ¿No es precisamente eso lo que estaba pidiendo la sociedad insatisfecha? Al final todo ha contribuido a crear un Derecho penal omnipresente, un mecanismo de control que no resuelve problemas reales pero que calma a la sociedad, que actúa como un instrumento de venganza, que reduce garantías y derechos para poder alcanzar esos objetivos. No nos preocupa. ¿Hemos perdido acaso el miedo al poder represor del Estado? Ni siquiera nos lo planteamos. Simplemente creemos que lo que demandamos es necesario y que no será utilizado en nuestra contra. Estamos convencidos de que esa legislación represiva no nos alcanzará. ¿Seguro? Si se detienen a leer el Código Penal quizá pierdan el sueño durante un tiempo.

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