A propósito de un informe
Por mi parte, quisiera comentar el informe de Ignacio Bosque sobre las guías de lenguaje no sexista, que han suscrito 26 académicos de número. Lo haré a vuela pluma, como ciudadana interesada pero no especialista. Denuncia el informe la escasa y en algunos casos nula participación de lingüistas en la redacción de las guías. “Sus autores -señala- parecen entender que las decisiones sobre todas estas cuestiones deben tomarse sin la intervención de los profesionales del lenguaje, de forma que el criterio para decidir si existe o no sexismo lingüístico será la conciencia social de las mujeres o, simplemente, de los ciudadanos contrarios a la discriminación”. En primer lugar, me gustaría señalar que no hace falta ser lingüista para ser un “profesional del lenguaje”: también lo son escritores, dramaturgos, periodistas, psicólogos e incluso investigadores y profesores. De todos ellos, algunos son excelentes profesionales de la lengua y otros son mediocres, como ocurre con los lingüistas. En segundo lugar, creo que los lingüistas no están más preparados para juzgar si cierto uso del lenguaje es o no sexista. Lo que les permite su conocimiento específico es saber si cierto uso del lenguaje se adecúa a la norma y por qué. Detectar el sexismo requiere una ideología, una formación y/o una sensibilidad concretas: eso que algunos lingüistas poseerán y otros no. Como el resto profesionales.
El desliz del informe, en este punto, está profundamente enraizado en nuestra era: dominar la técnica es hoy razón suficiente para tomar decisiones políticas (y la lucha contra el sexismo, también en el ámbito del lenguaje, es política). En mi opinión, los técnicos son personas que deberían ser consultadas por quienes toman las decisiones en ministerios, parlamentos o ayuntamientos, donde debería considerarse de forma decisiva lo que se piensa y hace en la calle. Dicho esto, creo que, si las guías hubieran recurrido al asesoramiento de más lingüistas, habrían obtenido mejores resultados. Su precariedad es la que corresponde a un pensamiento en construcción, pero también al hecho de que sean muy pocos los lingüistas que se han atrevido a buscar respuestas a conflictos como el del sexismo del lenguaje, cuya existencia el informe de la RAE reconoce. El lenguaje está muy lejos de ser el único responsable de la discriminación de las mujeres (nadie sensato afirmaría algo parecido), pero interviene sin duda en la creación de estructuras de poder, esas mismas estructuras que luego reproduce. Decir que una cosa es el lenguaje y otra la realidad me parece una ingenuidad si lo dice mi vecino y un acto de cinismo si lo afirma un académico. El informe es, al respecto, ambiguo. Señala la posibilidad de usar el lenguaje al servicio de comportamientos sexistas, pero omite la participación del lenguaje en la producción misma del sexismo. Además, pueden rastrearse en él afirmaciones como las siguientes: “Nadie niega que la lengua refleje, especialmente en su léxico, distinciones de naturaleza social (…)” o “En ciertos fenómenos gramaticales puede encontrarse, desde luego, un sustrato social, pero lo más probable es que su reflejo sea ya opaco (…)”. ¿Quién ha hablado de reflejar? El lenguaje no es un espejo: produce realidad.
Se pregunta el informe “dónde fijar los límites ante el problema de la visibilidad de la mujer en el lenguaje”. Dónde, lo irá decidiendo el tiempo y la transformación de la sociedad española, pero en todo caso es mucho, pero que mucho más lejos del lamentable lugar en que se encuentra ahora. La redacción de la frase me resulta llamativamente imprecisa, al menos dentro de un texto casi impecable, como sin duda es el de Ignacio Bosque. ¿Dónde fijar los límites ante el problema? Resulta curioso, cuanto menos, que el informe se muestre preocupado por la cuestión de los límites, mientras reconoce que la escasa visibilidad de la mujer en el lenguaje es un problema. Aunque, para ser sincera, creo que Bosque se refiere más bien a la necesidad de fijar límites a las soluciones que afrontan el problema. Ese problema que la Academia no está afrontando.
Respecto al supuesto “conflicto de competencias”, hay que señalar que las guías incluyen “recomendaciones”, que podrán entrar o no en discrepancia con las normas de la RAE, pero que no dejan de ser recomendaciones. La única institución que obliga es la que representan los 26 académicos del informe. Ningún tribunal de oposiciones adjudicaría un suspenso gramatical por no seguir las sugerencias de una guía de lenguaje no sexista, pero sí podría hacerlo por violar las normas de la ortografía de la RAE. Recuerdo haber percibido en la Nueva gramática de la lengua española cierta tendencia cautelosa a recomendar donde antes se normalizaba. Esa misma actitud podría adoptarse en el caso del sexismo lingüístico. Veamos un ejemplo: se recomienda usar sustantivos colectivos en lugar del masculino genérico, siempre que el contexto y el sentido común así lo permitan. ¿Dónde está lo inquisidor en una recomendación como esa? Yo, que he sido profesora y he estado delante de una clase de 100 personas, de las cuales al menos 85 eran mujeres, me pregunto si se puede afirmar “El alumno que quiera subir nota puede entregar un trabajo”, sin que te tiemble ni un poquito la voz. Y, en el caso de que a alguien no le tiemble, pues no pasa nada, puede seguir diciendo lo que quiera, porque es una recomendación, no una norma, y nadie va a reprocharle que no use correctamente el español. Siga circulando.
Respecto al ámbito político institucional, si algún ministerio, autonomía o ayuntamiento ha recibido la orden de aplicar al pie de la letra alguna de esas guías, quien dio la orden se ha equivocado. Por supuesto, en mi opinión. Encuentro necesaria la discusión de una norma si se considera injusta y me parece muy útil la desautomatización de ciertos hábitos lingüísticos con la que colaboran dichas guías. La aplicación de sus propuestas debería ser, sin embargo, una opción, que irá imponiéndose de forma selectiva, si la transformación de la sociedad española lo permite. Una transformación a la que, por cierto, ayudan las personas que están pensando sobre el sexismo del lenguaje mucho más de lo que ayuda la Academia.
En su informe, Ignacio Bosque reconoce la pervivencia de la discriminación de la mujer en el seno de nuestra sociedad. Es necesario, añade, extender la igualdad social de hombres y mujeres, y lograr que las mujeres sean más visibles. El problema -y quizás aquí está la clave sobre la que deberíamos seguir reflexionando- “consiste en suponer que el léxico, la morfología y la sintaxis de nuestra lengua han de hacer explícita sistemáticamente la relación entre género y sexo”. En mi opinión, no se trata de lo que la lengua ha o no ha de hacer (la obsesión por el deber es de la Academia), sino de lo que la lengua en efecto hace. Al margen de ello, me gustaría matizar que el género no es solo una “clase a la que pertenece un nombre sustantivo o un pronombre”, como señala el DRAE, sino también una construcción cultural que define las características y los comportamientos que cada sociedad considera propios y naturales de hombres y mujeres según su sexo. La identificación entre género y sexo no debería ser automática y, en un mundo ideal, toda la ciudadanía estaría dotada de conciencia y habilidades suficientes para distinguirlos, pero no puede ignorarse que la inmensa mayoría de las personas pensará en una mujer cuando yo grite “¡loca!”, a pesar de que el sufijo “a” determina el género de dicho sustantivo y no el sexo de la persona aludida. Como cualquiera sabe, una loca también puede ser un hombre; sin el contexto adecuado, es imposible adivinarlo. El ejemplo, por supuesto, no es más que una excepción: las mujeres son mucho más a menudo englobadas bajo el paraguas universalizante del masculino genérico. Es cierto que la norma y el uso indican que así puede ser. Pero las normas y el uso están fundadas, como todos los órdenes de lo humano, en el sexismo. Y eso no nos obliga a aceptarlo o a reproducirlo acríticamente.
Si han llegado ustedes hasta aquí (se agradece la paciencia), habrán notado que yo misma no respeto las recomendaciones de las guías. Las razones son dos:
- Considero que las recomendaciones de uso no sexista del lenguaje son una forma de alerta. No las aplico con ningún rigor porque no me siento obligada por nadie. Soy una persona libre.
- Como cualquier otro hablante, me violenta un nuevo uso de la lengua que contraviene los cimientos de nuestra ideología. Una ideología que, más allá de la conciencia de cada cual, es en sus raíces sexista. No soy una persona libre.
¿Qué recomendaciones? No estoy pensando, por supuesto, en la ya citada duplicación sistemática de masculinos y femeninos, inviable -como nos han repetido hasta el grotesco- desde el punto de vista de la economía lingüística, sino en su uso afortunado y puntual, así como en la intensificación de los colectivos, dentro de los cuales yo, por ejemplo, me siento más representada. Una propuesta así no puede resultar radical ni temeraria. Y más aún cuando es, insisto, una opción.
Nadie tiene la potestad de decidir por sí solo qué es o no sexista; parece útil, sin embargo, mantener alerta el oído. En su reciente artículo sobre el tema, Mercedes Bengoechea llama la atención sobre varias acepciones del DRAE. Van solo dos ejemplos significativos: según el diccionario de la Academia, un padre “es un varón -o sea, un ser humano de sexo masculino- o un macho que ha engendrado”, pero una madre es tan solo “una hembra que ha parido” -o sea, un animal del sexo femenino.
Me pregunto si a la RAE le preocupan estas definiciones. O si quizás está demasiado atareada vigilando la economía del lenguaje: eso que los hablantes nunca violentarán gracias a su instinto lingüístico, lo cual a su vez hace prescindible la opinión de la RAE.
Creo que, en efecto, los conflictos que ha generado en la sociedad española la creciente conciencia de la discriminación de la mujer han producido también conflictos en nuestra lengua. Y encuentro lógico que la Academia se haya manifestado al respecto. Más allá de la legitimidad de su informe y sin que esto afecte a la consideración de sus argumentos, me pregunto por qué la RAE ha escogido el momento más reaccionario de los últimos ocho o nueve años para manifestarse al respecto. Su responsabilidad era emitir una opinión cuando el tema estaba en auge, durante el zapaterismo. Pero parece que los académicos han preferido esperar a que no quede una sola defensora de los derechos de la mujer en el Gobierno y a que Rajoy autorice a toda la caspa de España, para salir entonces en defensa de la lengua.
Por otro lado, ya que de autoridad va el juego, antes de emitir una opinión sobre sexismo lingüístico, la Academia debería replantearse una realidad mucho más brutal y urgente que la de esas guías que nadie lee: la realidad de su propia institución. La RAE fue fundada en 1713. Como hemos escuchado estos días, de los 460 miembros que han ocupado sus sillones a lo largo de toda su historia, solo 7 han sido mujeres. Pardo Bazán no entró en la RAE. Ni María Moliner. Ni Rosa Chacel. Ni María Zambrano. Ni Carmen Laforet. Ni Carmen Martín Gaite. En la actualidad, no forman parte de ella Esther Tusquets o Belén Gopegui, Chantal Maillard o Celia Amorós, Cristina Fernández Cubas, Julia Uceda u Olvido García Valdés, pero sí Arturo Pérez Reverte, Luis María Ansón, José Luis Pinillos (?) y Juan Gil (?). ¿No debería la RAE emitir un serio informe sobre esto? ¿O es que ese informe evidenciaría que la responsabilidad es suya porque los que votan son ellos? Ayer nos enteramos de que se ha propuesto a María Victoria Atencia y a Carmen Riera para ocupar el sillón “n” de la Academia. De los 6 miembros necesarios para proponerlas, 3 han sido mujeres. Y eso que solo hay 5. A pesar de su escasa representatividad, son las académicas quienes más están presionando para abrir la institución a un número mayor de mujeres. La verdad, no hace falta que la RAE cumpla ninguna cuota; bastaría con que remediase la indiscutible injusticia que evidencian sus 46 sillones. A no ser que la mayoría de quienes allí trabajan piense que en España no hay más de 5 mujeres que merezcan una letra. Mucho no se han esforzado para remediarlo. Algo que, viniendo de una institución normativa, tiene incalculables consecuencias públicas y privadas. Muchas más, en todo caso, que unas guías de uso del lenguaje.
Concluye Ignacio Bosque señalando la vital importancia de la enseñanza de la lengua a los jóvenes: “Se trata -dice- de lograr que aprendan a usar el idioma para expresarse con corrección y con rigor”. Y, digo yo, por qué no añadir a la corrección y al rigor una pizca de conciencia crítica.