Cómo querría lo bello liberarse de la belleza. No estar referido y, entonces, ser sencillamente lo que vemos. Hay un cierto afán que recorre desde fuera la historia del arte y que ha consistido en la rebelión de la obra contra el propio concepto de historia, su apisonadora regulativa, categórica, normalizadora. Nada más vital, nada menos extravagante y menos artístico que el grito del dadá: el balbuceo, la infancia que no tiene tiempo y que, como todo lo que no tiene tiempo, a decir de Zambrano, es indiscernible del sueño. Así nos hacemos con las imágenes. Porque lo que no tiene límites puede ser reapropiado. Nos adjudicamos nuestros sueños o las vivencias que recordamos porque no son de nadie, porque en fin no se pueden escribir y han de permanecer en un limbo de objetos biemperdidos. Sí, ése es el lugar, la pérdida, ahí una intimidad más vinculante y más profunda que el yo, nuestro yo y nuestro lenguaje instrumental y narrativo, logra adjudicárselos, reconociéndolos como extraños, llenos de sí mismos y vaciados para ser, todavía, y una vez más, nosotros, nuestra pasión sin letras: la vida, ay, la vida, como nunca escribió Georg Büchner. Para eso hemos abandonado el tenedor y el cuchillo y hemos dejado de tener categorías; para eso hemos vuelto por un momento al vértigo; para que el texto nos complete, nos difiera en esa vivencia que no es ni podemos permitir que sea pasado y que también, de un modo u otro, se relaciona con las imágenes: las “rosas salvajes”.
No hay nada más extraño a la literatura que la propia vida, porque en la literatura las palabras no han dejado de deslumbrarse y caer de hinojos ante las cosas, como los propios hombres, que debemos comunicarlas, resignificarlas de vuelta a Dios, nada menos que al viejo Dios del árbol y la serpiente. De manera que conocemos más que nadie esa divina y proustiana “imperfection incurable dans l’essence même du présent”[1]. De hecho somos sus protagonistas, sí, nosotros, pero en vano nos esforzamos con nuestra lengua, la baja lira del Orfeo enamorado aunque lúgubre: Wie Orpheus spiel ich / an den Seiten des Lebens den Tod (“Como Orfeo, yo toco, / en las cuerdas de la vida, la muerte” escribió Ingeborg Bachmann. En eso consiste el juego de las imágenes: “Quizá, pueblo de llamas, las imágenes / encienden doble cuerpo en doble sombra. / Quizá algún día se hagan una y baste”[2]. Quizá algún día, sí, pero no ahora, no aún. Ésa es la poca y doble vida de la literatura, esa vida que, al morir jóvenes, los héroes (no tienen otro nombre) de los réquiem de Rilke, han abandonado en un acto sacrificial que nos alumbra. Ellos han muerto para ser todo lo demás, todo lo que prometían, sin proyectarse en ninguna parte: ni la sombra de sus cuerpo, ni el tiempo ni la historia, que no puede seguirlos en su “aventura”: “¿Y si la primavera es verdadera?”[3] –seguía preguntándose Claudio Rodríguez. Sólo así lo bello no se corrompe en duración y alternancia, sino que se injerta en la vibración del acto inaugural, el que se acompasa con la primera palabra de la creación.
El poeta, es cierto, no deja de saberse mediador. Pero su mediación es croce e delizia. Comprende cuánto de misterio y de innombrable hay en el decirse del mundo, sin embargo su lengua es nominal, está articulada y, a decir de Benjamin, remite al conocimiento, no a la palabra, aquella palabra, aquel movimiento o “zim-zum” por el que Dios hizo espacio a la Creación: “el lenguaje en cuanto tal” (el lenguaje de la creación), por contraposición al “lenguaje de los hombres”. Nuestra naturaleza es la de Orfeo, nuestro canto no es un solo gesto en el que se acompasan ejecución y escucha en la misma vibración; no como los ángeles que se desatienden, que tañen sin preocuparse de que alguien los escucha. Porque su manera de comprender es la de seguir tocando en un acto de mimesis integradora y comprensión creativa. Privilegiada forma la suya de mirarse, siendo. La naturaleza del poeta, en cambio, remite a la paradójica y torturante dualidad de la unidad lingüística, el carácter inasible de lo ente, aquello que convirtió a Saussure en un sabio desesperado, incapaz de firmar los cursos escolares que fueron su obra y, a la vez, él lo sabía, la expresión de su naufragio.
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La primera vez que leí Mitad de la vida no fue al lado del Neckar, por más que estuviera cerca, sino en un aula; no junto a los árboles, educado por la naturaleza, como el propio Hölderlin. No era, quiero decir, más que una clase; nada más, ni menos, que literatura. Al profesor -es curioso- le gustaba tanto la primera estrofa que se preguntaba, y lo hacía en serio, por qué Holderlin decidió chafarla con la otra mitad. Por qué mejor no lo dejó en la primera, ésa en la que dos verbos consiguen tensar el lenguaje en una textura llena, sin fisuras, donde no cabe ni una palabra más, pero donde la caída de una sola de las que están haría romper la bóveda de un mundo armónico, un mundo radicalmente semejante. Y uno se atrevería a añadir: semejante a sí mismo, perfecto. No quisiera parecer, no está de moda, un Dámaso enamorado de Góngora y llamar la atención sobre cómo los órdenes naturales se colocan y armonizan, cómo los colores son cosas, “peras” en concreto, frutos que adquieren volumen por su poco prestigio como objetos de la lengua literaria. No es preciso llamar la atención sobre cómo, con qué sensualidad oímos el choque (“tunkt”) de las cabezas de cisne al entrar al agua, y cómo, el agua, a ojos de los hombres o de los cisnes, se nos presenta como administradora de todo bien, mediadora, ella más que nosotros, entre los dioses y los hombres: serenidad y locura, ebriedad y sobriedad, lo uno si lo otro. Además hasta ese momento, ella, el agua, ha sido la verdadera conciencia, aquella a la que la tierra tiende, sobre la que la tierra se suspende. La superficie de agua, igual que una autoconciencia, reflejo el mundo y, al mismo tiempo, condición de ese mundo. Ella sí.
¿Y nosotros? ¿Y el hombre? El estilo nominal y la ausencia de subjetividad no ha desterrado al hombre pero sí lo ha asumido dentro de él. Los “besos” de que están ebrios los cisnes (¿sujetos u objetos de esos besos?) son un adjetivo más, el que corona la obra maestra de… ¿el poeta o de la naturaleza? Tenía razón aquel profesor: el hombre sobra, nosotros sobramos. Está de más nuestra pregunta acerca de la literatura porque hace que la visión se desplome como un castillo de naipes a poco que la voz del yo comienza -humana, demasiado humana- a quejarse. ¿A quejarse de lo que está viendo -“Adelántate a toda despedida”- y, por tanto, empezando a perder? ¿O a quejarse porque lo que nos ha enseñado no es más que un espejismo, bien formulado pero espejismo al cabo, Fata Morgana de la que tarde o temprano vamos a despertar? No importa, son dos niveles de lectura complementarios: sabemos que el invierno vendrá y sabemos que, en realidad, la tirada de dados del verano no abolirá el invierno, por más que la partida se haya dado bien. Es decir, el verano y las cosas que él es, no puede abolir su proyección (en lo humano) y quedarse con nosotros o en nosotros. Lo que entendemos por verano y “todas esas buenas palabras que llevan el nombre de veraniego” no es más que un diálogo con nuestra mortalidad. Diferente a ella, pero no antónimo absoluto.
De manera que el yo lírico irrumpe de pronto y se echa a llorar. Su balbuceo se quiebra en tres subordinaciones tan seguidas y atropelladas que apenas si pueden pronunciarse con un solo golpe de voz -nada que ver con aquel golpe de voz indivisible de la Creación. Las torsiones de la dicción hacen que nuestro hálito persiga los soles y las sombras, arrastrando a la manera de Paul Celan un sintagma detrás de otro sintagma, sin redención. La unidad de tierra y agua de la primera estrofa parece aquí hecha añicos por la sintaxis, de manera que cuando leemos de seguido “rayos de sol y sombras de la tierra”, ahora parecen, al contrario que antes, repelerse en un movimiento que acaba con la fuga total de las imágenes en una realidad de repente mecánica, ambigua: el chirrido de las veletas o tal vez de las deshojadas banderas del invierno, alocadas y señalando todas las direcciones, y ninguna. Lo centrífugo ha substituido en unos pocos versos a aquella armonía presentida. Si al principio el hombre dejaba su contemplación junto a la naturaleza, como ropa junto a un árbol para bañarse en ella, ahora en cambio lo diverso se multiplica y pensamos en el Apocalipsis.
Ningún poeta es a la vez tan eleático y tan heraclitiano. Por una parte, Hölderlin está, cuando escribe este poema, aunque apenas nos importe, apunto de precipitarse en dos abismos: el de su etapa más creativa y el de la pérdida de todo aquello que ha amado. Primero será Suzette Gontard, Diotima (a la que perderá primero de vista y, después inexorablemente), después su ansiado proyectado de revista y, por último, la propia Alemania, a la que habrá de volver después de una de sus célebres caminatas, pero ya nunca restablecido de una locura que parecía siempre presentir. Lo había hecho en los últimos versos de El Archipiélago, viendo su cabeza hundida en las profundidades del mar y del sinsentido y, de una forma aún más explícita, cuando se preguntaba en una carta a su amigo Böhlendorff si acaso su destino no estaba condenado a seguir el de Tántalo: “recibiendo de los dioses más [imágenes, más luz] de lo que se puede asimilar”. Él, que se sabe celebrante de un rito y nada más que eso, no está autorizado a quejarse de sus propias desdichas; en su poesía, la tristeza nunca es de un solo individuo, sino que, como mínimo, se agazapa detrás de un acontecimiento o de una penosa intuición de la historia. Pero, aun así, Hölderlin no se apeará de una de la historia como culminación y significado. De Dios a los hombres, y de los hombres otra vez a Dios. Debe ser así. Y si no es así, será él mismo el primero en caer.
Precisamente él, que en los últimos compases de su Hiperión atribuyó la libertad, la igualdad y la fraternidad a las substancias (los elementos libres, en el decir de Cernuda) que cristalizan en el seno de la naturaleza, para ser minerales, plantas, animales. Sin embargo, la naturaleza abierta del símbolo ya le ha dejado la impresión de un desplome. Quién más que él, uno de los poetas más visionarios de la humanidad, lo habría intuido. En cambio, el poeta de poetas no ha querido vislumbrar una operación más perversa dentro de ese mismo desplome: que tales abismos aún conserven la marca monstruosa de lo humano, que los dioses encarnados vengan a culminar de hecho una labor, pero una labor que la historia ha trocado en catastrófica. Eso es lo que Hölderlin no quiso saber.
Cuenta Jean Améry que un día oyó en el campo de concentración el chirrido metálico de unos mástiles sin bandera y que entonces le vinieron inconscientes a la cabeza los versos del poeta: “Im winde klirren die Fahnen.” Cuenta Améry que en ese momento armó en cólera y se peleó consigo mismo: ¿Por qué la literatura? ¿Para qué venían aquellos versos a sus mientes? ¿Lo iban a consolar? ¿Iban quizá a disimular que también ellos o, sobre todo ellos, eran culpables de lo que allí estaba pasando y nadie contaba (ni podría contar nunca)? ¿Es que no se puede vivir sin literatura? ¿Por qué al sufrir tenemos que además escuchar las palabras sedantes del verdugo? ¿Y por qué al vivir algo, también algo bello, lo hacemos a partir de una asociación?
Vincenzo Vitiello ha dicho:
Creíais salir del Logos, del Verbo, de la razón (del significado y de la imagen, de la Historia) (…) Sin embargo, la razón es más fuerte que vosotros, que vuestra hermenéutica, que vuestras destructuraciones y genealogías, que vuestras «superaciones» (Überwindungen), que la metafísica y que vuestras «retorsiones» (Verwindungen) contra-metafísicas.[4]
Más tarde Hölderlin sólo podrá retractarse de su humanismo en las palabras del Scardanelli Paul Celan, cuando el de Czernowitz efectúe la operación contraria a la suya: la huida a través del lenguaje, del propio lenguaje, la huida hacia la cosa innominada, a la piedra-piedra, a la inocencia de la pura sensación, lejos de la marca adánica y antropocéntrica de las palabras. Porque Celan no está autorizado para la locura, no puede cerrar los ojos en el abismo. Celan debe destrenzar árbol a árbol la idea de bosque, singularizándolos, comenzando una nueva estancia y una memoria llena de memorias que fulguren como fuegos fatuos, perpetuos y muchos, sin un patrón que los atribuya a la historia para devorarlos. Pero en vano. El afán de deshistorizar la historia y deshumanizar la cosa tropezará siempre con la sombra de lo humano, también en las capas freáticas más insólitas de la lengua: “Restos acústicos, restos visuales en la cámara de sueño mil y uno. Día y noche la polca del oso. Tú vuelves a ser él.”
Quizás se me recrimine el triple salto mortal si pongo en relación el evocado poema celaniano con las últimas secuencias de la película 2001: Una odisea del espacio, cuando tras los compases del Réquiem de Ligeti, un réquiem muy católico, muy carnal y muy diferente de los de Rilke, el círculo se desenvuelve en bucle infinito con el alumbramiento de un niño, por una parte (fecundidad y fisicidad del hombre-animal), y la cercanía del monolito (señal de lo humano como voluntad de dominación que atraviesa la historia, el espacio y -hasta se diría- los agujeros negros), por otra.
Hoy, que no estamos en 2001, sino en 2011, Mitad de la vida nos coloca otra vez en el espacio nuestro: el de sabernos resonancias y ecos, nómadas de imágenes, condenados a la reactualización de una alianza o de muchas alianzas cuyo origen en rigor desconocemos. Quizás ya no se trate, aunque también, de reivindicar nuestro tanto por ciento angélico, sino, por lo menos, de no repetir los errores de los que ya han sido, ni olvidar a los enterrados en el invierno. Ahora que no sabemos la dirección, pero que nos sabemos medianos, más que mediadores; ahora que sabemos falible e interesada nuestra ciencia (y han hecho falta aceleradores de partículas para descubrirlo), no queda otra afirmación que la de la piedra en que el cráneo acuna su hueco, o la de la hierba cansada de sentir. Por eso llevamos a cuestas nuestro estar en el mundo -el pensar- no como una bandera, sino como un arrepentimiento: la memoria y el conocimiento como pietas. Quizás ésa sea la única actitud que pueda existir para el hombre, mediador e inacabado siempre o, mejor dicho, ahora, “desde que somos un diálogo”.
Juan Andrés García Román, Mecina Fondales, 19 de noviembre de 2011
[1] Walter Benjamín, Obras, Libro II, vol. 1, Madrid, Abada, 2007, p. 319. [2] Claudio Rodríguez, Poesía completa (1953–1991), Barcelona, Tusquets, 2001, p. 23. [3] Ibíd., p. 365. [4] Vincenzo Vitiello, Los tiempos de la poesía, Ayer / Hoy, Madrid, Abada, 2009, p. 202.