Mariano sostiene la palabra. Esa que no quiere marcharse, y que si lo hace se lleva consigo nuestra dignidad. Con ella señala abismos políticos, saca a la luz silencios amordazados y recoge respetuoso las lágrimas más ocultas, esas que, tiradas en la calle, no caen para ser enjugadas sino para ponerle el grito que no se escuchó cuando fueron derramadas.
Mariano Maresca es de Almería, pero vive en Granada, de la que conoce sus recovecos y su carácter de ciudad maldita, acosada en el extrarradio y dorada de macetas por el centro. En sus artículos, su palabra encolerizada no evita nada de esta deformación, pero es mesurado y calcula bien los efectos de su escritura. De él puede decirse lo que el propio Mariano afirma de Ángel González: no ama la tribuna ni el púlpito que hacen de las palabra piedras.
“Todo el mundo lo sabe: el secreto de esa vida y esa obra amables -nos dice- es la ironía, que no es sólo un recurso literario, sino también la forma más inteligente de la piedad”.
Su palabra incluye el silencio respetuoso, con él antepone una ética de la escucha al cálculo obsesivo del beneficio narcisista. Los premios y alagos los tolera mal y huye de la dulía y la adulación. Todo ello le distancia de los centros de poder local de la ciudad, y por eso precisamente mantiene despierto el corazón a los ritmos que marca el pliegue del acontecimiento.
Si uno conversa con Mariano asiduamente puede que vea una especie de arco iris, una línea multicolor trazada del cielo a la tierra; del reconocimiento y la admiración celeste al suelo cenagoso que lo sustenta. En ese cielo está la ley y la justicia, y de él surgen a lo largo de la conversación quienes lo iluminan o lo oscurecen. Cualquier acontecimiento posee algo de esta estructura. Algo emerge, una acusación por ejemplo, y muestra su cielo y su suelo, pero siempre con rostros y nombres, como sucedió con Dolores Vázquez. Y en retorno, desde ese suelo, experimentado y sentido como injusto, Mariano proyecta una luz matizada con múltiples colores, para envolverte con trazos y argumentos en una crítica inmisericorde, pero rica en matices, profunda y amable con el ser que somos. “…es preciso marcar a alguien, y la sociedad -que no distingue entre un indicio y una prueba- lo hizo de una manera terrible, acosada por un miedo arcaico y en un clima de linchamiento que era un signo de barbarie hipócrita”.
Otras pruebas alejaron la culpabilidad de Dolores nos cuenta, pero “…el ministro Acebes justificó la cadena de errores policiales (¡rápido un culpable!) diciendo que la señora Vázquez ofrecía el perfil delicuencial verosímil; y el fiscal general, Jesús Cardenal, aprovechó la ocasión para arremeter contra la institución del Jurado popular, que evidentemente le gusta menos que la ley de Linch (el linchamiento)”.
Mariano es, como todos somos desde el principio, un ser de lenguaje. Se sabe hecho de signos y sumergido en ese mar. Él no necesita una voz externa que asegure su existencia, pero a veces necesitamos la invocación “…cuando nos atrapa el miedo -escribe- de no ser nadie si nadie nos llama, si nadie se acuerda de llamarnos y somos nada, una palabra que nadie dice”. Pero también sabe que los pétalos de la rosa son antes que la palabra manida “rosa” en un poema, y que la lágrima cae con dolor antes que la escritura le dé forma. Y sabe, sobre todo, que el lenguaje no sólo nombra y clasifica, como pretenden los evaluadores apostados en sus normas tiranas y sus “perfiles”, sino que nos humaniza, nos crea y nos recrea poéticamente.
Por eso sabe que no podemos evadir el peso de la metáfora que nos constituye. Sabe que si muere la metáfora de nuestro nombre morimos sin remedio. Y que la cifra por muy aproximada que se presente no alcanzará nunca a nombrar lo que somos. Y Mariano se resiste a ese signo de nuestro tiempo, lenguaje también, lenguaje metonímico y mortífero de las nuevas formas del poder, que extiende sus plantillas preconfeccionadas de cifras del sí y del no del deseo. Ese lenguaje que instituye equivalencias, para que el sujeto se deslice de unas a otras sin que quede la huella de memoria suficiente, para retener el recuerdo de lo que es y fue. Todo fluye en el río del mercado que banaliza la palabra. Nada queda en el corazón del consumo apresurado y lábil.
En el análisis de una de sus formas más aberrantes, alojada y estimulada desde el programa televisivo Mejor lo hablamos, -uno de tantos- se detiene para hacer la siguiente consideración:
“Imagino que este programa no se va a dedicar siempre a hablar de la televisión. Pero sería de agradecer que no hablara siempre como la televisión. Se puede evitar esa forma de hablar que parece una carrera de interrupciones en la que todo vale si es a voces, pisándole la palabra unos a otros, con un prurito de saltar continuamente de un tema a otro, del plató a la calle, de la parte de arriba de la imagen a la de abajo, etc. Para empezar el presentador podía sentarse. A hablar, naturalmente”
Y al igual que se sustituyen las palabras de peso por las vanas en un discurso en banda de Möebius sin solución de continuidad, así ve también sustituir lo valioso de una ciudad por la baratija y lo hortera.
Mariano en sus artículos es muy sensible a este tema. No quiere hacer de la ciudad un campo rotulado de beneficios y presentaciones power point culturales y contables. Y por eso, él se rebela contra la corrupción de vocación anónima, esa que se esconde tras el miedo y tras la escritura que organiza universidades, colegios, centros de salud y ciudades con toda clase de organismos que albergan la actividad humana. Y grita contra los obsesivos y los crédulos, científicos de cifras y evaluaciones, que siguen el juego de una criba monumental para separar el oro de la beta y tirar, acto seguido, el oro y la memoria, quedándose con la escoria pintada de purpurina evaluada.
El mercado global parece exigirlo así, y para ello dispone su lenguaje. Un lenguaje que pretende certificar científicamente, de manera experta y cueste lo que cueste, la muerte de la metáfora y de la poesía. El nuevo orden del lenguaje no pasa por la metaforización, por el remanso del tiempo que recrea y crea la subjetividad, sino por una métrica veloz del sujeto en su totalidad como mercancía. No admite equivoco ni sustitución creadora, solo contabilidad cierta de qué queremos multicomprar o cuantos procesos reverificables son necesarios, para producir sujetos borderline que sean capaces de consumir las estupideces, excelencias culturales y procedimientales que “las buenas prácticas” puedan generar.
Como escribía uno de los habitantes celestes de Mariano cuando tomaba tierra en su poema Al príncipe:
“Para ser poetas, hay que tener mucho tiempo: horas y horas de soledad son el único modo para que se forme algo, que es fuerza, abandono, vicio, libertad, para dar estilo al caos”.
Pasolini era, como afirma Mariano emocionado, un visionario. Sabía que la acelaración del tiempo impuesta por la escritura del poder -que ahora nos lleva y nos trae por el camino de la simplicidad y la amargura- no puede acabar en otra cosa, que en desierto sin rastro humano. En todos los lugares que habitamos, salvo en las pequeñas ínsulas de ficción en las que nos reconfortamos, el tiempo toma su vertiente más metonímica y huye despavorido del remanso del ser sin más.
Cada vez es más difícil ser y estar en sí y no en acto continuo e impuro. Algunos, muchos, quizá todos, sabemos que este sosiego poético es imprescindible, para que la recreación tan necesaria del mundo y de nuestras vidas pueda llegar incluso a la oficina o al aula, o a la consulta o al despacho político. Pero la celeridad del tiempo del beneficio no permite la creación poética de nuestra vida ni la reflexión, por eso, lo que acontece sucede como irremediable.
En su artículo Extraño, Mariano habla de esta vorágine en el marco de la ciudad. Nos cuenta cómo lo familiar e íntimo de una ciudad, que es la suya, se tornan en poco tiempo irreconocibles y ajenos. En él deja claro un proceso vertiginoso que no sólo afecta a Almería, un proceso de doble dirección pero que allí, en su tierra natal, queda a cielo raso: el de la destrucción silenciosa de la ciudad y el de la construcción desproporcionada.
La ciudad va mutando inexorablemente y convirtiéndose en otra, en extraña e inhóspita. Con el agravante de nocturnidad y alevosía desaparecen las referencias de la memoria, la historia y las particularidades de cada vida, mientras emerge una construcción hipertrófica y homogénea con gran bombo de inauguraciones y justificados proyectos. En esa nueva tierra desolada, la aceleración del beneficio y el corto plazo quedan más documentados que la destrucción de aquello en lo que nos reconocíamos y sirvió de guía durante siglos a nuestra memoria.
“No estoy diciendo -escribe- que lamento que el tiempo haya pasado, sino que me indigna que el paso del tiempo tenga que ocurrir sistemáticamente como una catástrofe, y nunca como una oportunidad de pensar con calma y rectificar” (29).
También Mariano es un visionario. Eran escritos anteriores a la crisis del ladrillo, pero el espíritu que denuncia es el mismo, ese espíritu depredador no está precisamente en crisis.
Hay otras circunstancias sobre las que abundan sus denuncias y que se prolongan hasta este hoy de incertidumbre. Como la exposición espectacular de lo íntimo, la visón de lo obsceno como una mercancía que ni Foucault hubiera sospechado en su análisis del moderno modelo de poder panóptico.
Un gran ojo, que registra milimétricamente cualquier imagen del beneficio y del goce, y que destruye cualquier basamento moral, jurídico y político de la sociedad civil. Lo que está dado a esa observación de manera más espectacular es el interior de los débiles mentales expuestos en TV. Eso es lo más visible.
Pero no se trata sólo de esto. Cada individuo debe observar y evaluar el beneficio que puede extraer de su prójimo. El cálculo del daño, el cálculo de la insatisfacción por el servicio prestado, el cálculo del riesgo corrido, cualquier cálculo de la línea que sobrepasada la norma da materia suficiente para una judicalización de las relaciones sociales.
Todo esto no es ajeno a una conversión de la ley garante en contrato, del Estado de Derecho en Estado de desecho contractual, desde el que se milimetra de manera explícita lo permitido. De tal modo, que a todo el mundo nos es muy fácil detectar por dónde puede ir la denuncia del incumplimiento y, por tanto, calcular el daño y el beneficio que comporta. Es un retorno al estado previo al contrato social que instauró la Ley con mayúsculas. Y ello sobre un fondo de competencia, sobre la tensionalidad del ranking y la obtención de una satisfacción lo más directa posible.
A estas alturas toda satisfacción ya no es del deseo, sino de la demanda. Es una satisfacción de algo perfectamente definido por la norma, etiquetado en el consumo, distribuido en el lugar adecuado, consumido en la dosis prevista. En fin, la satisfacción ya tiene su perfil jurídico cuando se dispone que toda organización está para satisfacción del cliente. Pues todos debemos ser clientes y satisfechos: pletóricos de felicidad obligatoria y medida.
De este modo cuando no se alcanza esa “satisfacción metida en la médula”, se judicaliza todo: las relaciones profesionales, las escolares, las laborales y hasta las familiares. El derecho, del que cada cual se sabe poseedor, queda como escudo invulnerable de ese ansia de satisfacción y beneficio que nos hace retroceder de la sociedad civil hasta el estado de naturaleza de Hobbes, tal como explica Mariano en su colaboración en otro libro Mutaciones de Leviatán[1]. Pero en este que tengo aquí, en Las cosas que hemos visto, también aparece un ejemplo clarificador de todo ello. Está en su artículo FIESTA, a propósito de las secuelas del botellón de la Cruz:
“No tengo la menor idea de lo que se puede hacer para que, de la noche a la mañana, miles de individuos absolutamente convencidos de que tienen todo el derecho a echarse a la calle y a disfrutar dejando todo hecho una porquería, no se echen a la calle y dejen de pasarlo bestialmente bien ensuciando todo y más que hubiera. Tampoco entiendo cómo se puede esperar que respete lo público, lo común y compartido, una masa de individuos a la que, cada vez de forma más explícita, se le proponen pautas de conducta que responden a los valores exactamente contrarios al respeto por lo común y lo compartido.
¿Conflicto de derechos? ¡Claro! ¿Cómo se nos ha pasado por la cabeza la posibilidad de poner un pequeño límite al derecho que asiste a estos individuos a usar y abusar de lo común y lo compartido hasta destruirlo, si están convencidos de que todo cuanto existe está a su disposición?”
Este convencimiento no procede, al menos de momento, tanto de las instituciones que enseñan y dejan su piel en la educación cuanto de la vertebración del sujeto social como consumidor, puesto que, una vez puesto precio a todo, incluso a la dignidad, cualquiera puede acceder a todo goce por más pernicioso que este sea para la comunidad.
Esta presión del goce de la mercancía tiene sus consecuencias. Se comprende con ella por ejemplo, el proceso de conversión de los lugares antes dedicados al paseo, al esparcimiento amicable o al juego libre y desenfadado de los niños, en parques temáticos de goce semiautista, cuya actividad pautada y clasificada no pocas veces se dirige hacia una devastación de lo comunitario. Mariano cuenta cómo, por ejemplo, la orilla de un río, el nuestro y pobre Genil, queda colonizada por glorietas privadas y lucrativas, o cómo plazas públicas con ocupas de pago y cerveza con hamburguesa ostentan hoy el poder del antiguo espacio público. De todo ello y de más habla Mariano en su excelentes crónicas escritas en EL País, un periódico que parece ahora ir aceptando que la lógica del beneficio empresarial está por encima de la cada vez más difícil tarea de informar y de formar opinión racional. Esta lógica se impone inexorable sobre la función del servicio público colmando todos sus ámbitos.
Por contra, Mariano cumplió ampliamente en sus análisis críticos con esta tarea de sostener una palabra verdadera y esperanzada. Esperemos otros tomen el testigo.
Acabaré con un fragmento del último artículo del libro de Mariano, que especialmente llamó mi atención y que me ha sugerido gran parte de este excurso:
“La preservación del paraíso es esencial para la supervivencia, pero no puede confiarse a los sistemas de archivo que saturan hoy nuestras viviendas. El trabajo de la memoria es esencial, casi nuestra única arma. Los únicos arqueólogos que pueden encontrar rastros del paraíso son los profesionales de la inmersión en el inconsciente, que suelen poner una marca aquí o allá con alfileres de cabeza de distintos colores dependiendo de que hayan localizado un abandono o un descubrimiento. Las fotos, por ejemplo, no sirven; es más crean grandes confusiones. Las fotografías en las que alguna vez estuvo el paraíso, con el tiempo, en vez de borrarse para ir desapareciendo lentamente (eso sería comprensible, propio de la condición humana), sufren un proceso de mutación en el que progresivamente las pequeñas paredes blancas van siendo sustituidas por sólidos de un volumen inhumano y en vez de las sombras hay sótanos para el insomnio. Para ver el paraíso hay que cerrar fuertemente los ojos y taparse los oídos con las palmas de las manos; oiremos un silencio que en realidad es un rumor muy parecido a lo que oímos cuando nos sumergimos en el agua del mar: un rumor que viene de muy lejos, desde muy hondo, desde la profundidad del tiempo. Y en la oscuridad empiezan a aparecer fosforescencias: una imagen anterior a la fotografía empieza a revelarse lentamente.
Y hay que ser conscientes del peligro de desaparición de ese paraíso de cada cual. El problema reside en que nos hemos acostumbrado a vivir fuera de él, o a no saber cuidarlo y traerlo al presente cuando nos hace falta, supliendo su ausencia con prótesis que son exactamente eso: paraísos artificiales. Es discutible que la amplitud de un mundo interior pueda multiplicarse por algo que no sea el reencuentro con ese mismo mundo interior, la recuperación de una conexión íntima con nosotros mismos que no tiene por qué ser ni severa ni huraña. ¿Recuerdan el paraíso? Hagan la prueba: cierren los ojos, oigan el sonido del interior del mar, y empiecen a caminar despacio. Felices vacaciones”.
Ahora, cinco años después, algunos intentan crear esos lugares que detienen el tiempo en las plazas públicas de las ciudades, para reflexionar o sumergirse en las aguas de ese remanso y escuchar las voces del paraíso.
*El texto trascribe parte de la presentación del libro de Mariano, la que corría a mi cargo. La otra, más meritoria y brillante correspondió a Luis García Montero. El acto, organizado por el Ateneo de Granada, tuvo lugar el día 13 de junio a las 19 en la Casa de los Tiros.
Notas
↑1 | Mutaciones de Leviatán. Legitimación de los nuevos modelos penales. AKAL, Universidad Internacional de Andalucía. Madrid, 2005. |
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