La reforma constitucional como final del mito de la Constitución abierta.
La crisis de la deuda soberana en la zona euro sigue dando muestras de la parálisis de los poderes públicos democráticos frente a la lógica de los mercados, así como de su impotencia para establecer límites, controles y regulaciones a la especulación financiera, que sigue campando por sus anchas, buscando a cualquier precio la rentabilidad más alta en el más corto plazo y, lo que es mucho más grave, poniendo con ello en graves dificultades las economías de países como Grecia, Irlanda Portugal, España o Italia, que ven cercenadas, mediante la imposición de durísimos planes de ajuste, sus posibilidades para salir de la crisis mediante políticas capaces de estimular el crecimiento económico y la creación de empleo.
La inclusión del principio de estabilidad presupuestaria en nuestra Constitución a través de una reforma exprés pactada entre el Gobierno y el principal partido de la oposición es el penúltimo ejemplo de esta política condicionada y complaciente con las exigencias de ese juego infernal de apuestas en el que se han convertido los mercados de deuda pública.
No en vano, la primera modificación de un aspecto sustancial de nuestra Constitución en treinta años ha tenido que tramitarse como si de un decreto ley se tratase, alegando razones de extraordinaria y urgente necesidad: dar confianza a los mercados y exorcizar un eventual rescate de nuestra economía por parte de la Unión Europea.
Esas mismas razones de extraordinaria y urgente necesidad han aconsejado que. al final de una legislatura agotada y convocadas unas elecciones en las que la ciudadanía deberá pronunciarse precisamente sobre opciones políticas y programas para salir de la crisis, no se haya estimado conveniente abrir un mínimo debate social y político para explicar y justificar la primera modificación sustancial de nuestra Constitución y mucho menos dar a la ciudadanía la oportunidad de ratificar la reforma mediante el correspondiente referéndum. Basta la legitimidad de su convalidación parlamentaria únicamente con los apoyos de los dos partidos mayoritarios autoinvestidos de poder constituyente. Los mercados y Europa, o lo que queda en este momento de ella (Alemania, Francia, y el BCE), así lo demandan. Los tiempos del mercado y de la democracia no son confluentes.
Centrándonos en el contenido de la reforma, lo primero que habría que señalar es el que el principio de estabilidad presupuestaria y el establecimiento de límites al déficit público no es algo nuevo ni en nuestra política económica ni en nuestro ordenamiento jurídico. Todo el proceso de convergencia con Europa exigido por Maastricht ya se hizo bajo los imperativos del 3% de déficit y del 60 % de deuda pública en relación con el PIB. Esos imperativos tuvieron una influencia decisiva para que el reto de construir un Estado del Bienestar equiparable al de nuestros socios europeos tuviese que ir materializándose a un ritmo mucho más lento y con un porcentaje de gasto social en relación con el PIB considerablemente inferior al de la media de Europa. El Pacto de Estabilidad y Crecimiento de Amsterdam de 1997, convirtió en norma permanente el imperativo de la estabilidad y desde entonces obligó a todos los países miembros a elaborar planes de estabilidad presupuestaria, de los que España se ha dotado con las Leyes de Estabilidad Presupuestaria de 2001 y 2006. Una modificación normativa de esa legislación por el procedimiento de urgencia o incluso mediante un Decreto-Ley, hubiera bastado para seguir profundizando en el objetivo de la estabilidad financiera de las administraciones y en la introducción y concreción de un techo de gasto público. ¿Por qué entonces una reforma constitucional?
Obviamente, si el objetivo es generar confianza a los mercados, la consagración constitucional del principio de estabilidad financiera, al sustraer la política presupuestaria y de gasto público al juego político de las mayorías, serviría para dar garantías adicionales de pago de la deuda española ya contraída, que es lo único que en realidad interesa a los mercados. De camino se introduciría un compromiso constitucional de restricción del gasto público que intentaría disipar las dudas y las reticencias de algunos de nuestros socios europeos para seguir compartiendo proyecto y dinero con sus deficitarios socios periféricos.
¿Ideológicamente neutro?
Pero además, se nos ha argumentado durante los días previos al debate parlamentario, que la idoneidad de su inclusión constitucional vendría aconsejada por su carácter ideológicamente neutro, un principio de sentido común y de «buen gobierno». Sin embargo, alegar razones de sentido común y de buen gobierno («no gastar más de lo que se tiene», «no vivir por encima de nuestras posibilidades», hacer del gobierno público de la economía un calco de la gestión económica de una economía doméstica o de una empresa), no deja de ser en estos momentos de profunda crisis económica y de sufrimiento para amplios sectores de la población un claro ejercicio de populismo y de demagogia. No cabe ninguna duda de que la racionalización del gasto de las Administraciones públicas, la austeridad y la responsabilidad en el uso del dinero público deberían ser principios de actuación de los responsables públicos y de cualquier ciudadano no solo en las fases más agudas de una crisis, sino sobre todo en tiempos de normalidad y de bonanza económica. Pero la consagración en el texto constitucional del principio de estabilidad presupuestaria y de un techo de gasto público va más allá de establecer unos criterios de racionalización del gasto o consagrar un principio de buen gobierno y tiene un significado político y económico de más calado y trascendencia en el conjunto de las normas y principios que conforman la «constitución económica».
En el ámbito económico, la Constitución española reposaba en la aceptación del sistema capitalista de mercado preexistente y la inclusión de un nivel de socialización de la economía de gran alcance. Por un lado, el texto constitucional consagra los principios básicos de una constitución económica liberal al reconocer como derechos constitucionales y principios del orden económico la propiedad privada (art. 33) y la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado (art. 38), investidos de fuertes garantías jurídicas (art. 53.1); y por otro lado, y con un marcado carácter programático, en el texto se encuentran los rasgos característicos de un modelo keynesiano de Estado de Bienestar que asegurase el crecimiento económico y el aumento paulatino de los niveles de bienestar social mediante políticas de redistribución y pleno empleo, y que situaba al Estado como garante e impulsor del proceso económico general, mediante un sistema fiscal progresivo que contribuyera a una redistribución más justa de la renta (art. 31), la iniciativa pública y la nacionalización de sectores esenciales de la economía (art. 128), la planificación de la actividad económica general (art. 131), o la inclusión de los derechos económicos y sociales (aunque no en calidad de «derechos» propiamente dichos, sino con la rebajada eficacia jurídica de «principios rectores de la política social y económica»). Este equilibrio inestable e insuficiente, especialmente para las partes más débiles, parecía una conquista que permitía albergar esperanzas de que, mediante la reforma y la acción política, se pudiese extender progresivamente una forma de compatibilidad entre crecimiento económico y bienestar social. Ese sería el significado de la formulación constitucional si se interpretan sistemáticamente las cláusulas económicas y sociales de la Constitución y nos atenemos a la definición del Estado como «Estado social, democrático y de Derecho».
El resultado, y en esto sí parece existir un cierto consenso doctrinal y jurisprudencial, es que la Constitución no sancionaba un modelo o sistema económico determinado, sino que conformaría un marco, un conjunto de reglas básicas dentro de las cuales el sistema económico pudiera evolucionar en un sentido u otro. Sería, en palabras que se reiteran una y otra vez en los comentadores de la CE, una «constitución abierta», con un alto grado de flexibilidad, que descargaba sobre el legislador la tarea política de cerrar las muchas puertas que en el ámbito del gobierno de la economía el texto de la Constitución dejaba jurídicamente abiertas.
La ruptura de un equilibrio inestable
Bien es cierto que el desarrollo constitucional en el ámbito del gobierno de lo económico estuvo condicionado ya desde sus inicios por diferentes factores que, concatenados, han sido determinantes para acabar rompiendo finalmente el equilibrio inestable entre principios liberales y principios sociales que se desprendía de la normatividad constitucional. En efecto, la situación de emergencia económica de la que se partía en la transición, la necesidad de instaurar un Estado del bienestar homologable a los de nuestro entorno y simultáneamente hacer frente a su puesta en cuestión por el abrumador empuje de las políticas desreguladoras y privatizadoras del neoliberalismo de los años ochenta y noventa, pero sobre todo los imperativos económicos de la integración europea fijada como máxima prioridad política y económica, hicieron que progresivamente los instrumentos del gobierno de lo económico en los que estaba anclada la decisión del constituyente español fuesen perdiendo el peso funcional y simbólico para dar forma al equilibrio entre principio liberal y principio social sobre el que reposaba la Constitución.
La ratificación del Tratado de Maastricht supuso ya una modificación esencial de ese equilibrio. La política económica comunitaria sancionaba principios neoliberales distintos de los que regían en constituciones internas como la nuestra, el mito de la economía mixta fue sustituido por el nuevo mito de la «economía abierta y en libre competencia» (art 3.A del Tratado de la Unión Europea) y la traslación de los centros de decisión en materia de política económica era tan sustancial que la estructura de la constitución económica se conmovía y perdía algo sustancial de su disposición originaria. El efecto, lo que de verdad se entregaba mediante esa transferencia era la definición del contenido económico de la constitución, del «cierre constitucional» que estaba encomendado al legislador ordinario, que disponía constitucionalmente de la libertad para elegir entre las opciones políticas posibles, así como para utilizar los instrumentos e instituciones que considerara más idóneos.
Este «cierre» de nuestra constitución económica mediante la adopción de políticas claramente sesgadas y mediatizadas por la ortodoxia neoliberal que ha dominado la política económica europea, se ha ido apuntalando con las políticas internas de privatizaciones y liquidación en la práctica del sector público de nuestra economía, con la constante y progresiva flexibilización de los mercados de trabajo hasta llegar a niveles de precarización del empleo insospechados e insoportables, con el mantenimiento de un sistema fiscal que ha visto paulatinamente reducida su progresividad, injusto y desequilibrado en favor de las rentas del capital que siguen soportando una presión fiscal inferior a las rentas del trabajo y que sigue arrastrando el mal endémico de los altos índices de fraude, y con niveles de gasto social claramente inferiores a los de la media europea.
La reforma constitucional viene a añadir un nuevo capítulo, quizás el más trascendente por su peso simbólico, a la historia de ese «cierre» constitucional. El principio de estabilidad presupuestaria es una receta de política económica que aboga por la máxima neutralidad de los poderes públicos en el funcionamiento de la economía y que defiende en consecuencia la inconveniencia del uso de la política fiscal discrecional como herramienta de política económica. Este es uno de los dogmas más importantes de la receta política neoliberal y es la opción de política económica con más predicamento actualmente en las instituciones de gobierno europeas. Sin embargo, no es la única, otras voces e instituciones acreditadas (como los premios Nobel de economía Stiglitz y Krugman, Viçenc Navarro en nuestro pais o el último informe elaborado por la Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, UNCTAD) vienen advirtiendo desde hace tiempo del serio riesgo de suicidio económico al que nos abocan las políticas de ajuste y abogan por un papel más activo de los gobiernos en la reactivación económica mediante políticas de estímulo y de expansión del gasto público.
La consagración del principio de estabilidad presupuestaria, por el contrario, amputa la capacidad de maniobra de cualquier gobierno futuro para utilizar el déficit como herramienta anticíclica de estímulo económico. Salvo en supuestos excepcionales, la «unica» política fiscal posible es la del equilibrio presupuestario lo que en una coyuntura recesiva como la actual pone en serio riesgo el mantenimiento del ya de por sí insuficiente, débil y cada vez más asistencializado Estado de bienestar español. Además, la aplicación indiscriminada del principio de estabilidad presupuestaria a nivel europeo puede convertirse en una herramienta demasiado rígida que no permitirá tener en cuenta las peculiaridades de la situación económica de determinados países y regiones. Es difícil imaginar en un contexto económico como el de nuestro país, con una tasa de desempleo del 20 %, con un Estado de bienestar todavía insuficiente y con una indefinición total de modelo productivo, cómo podremos converger realmente con los países más avanzados de Europa en protección social, infraestructuras y bienes públicos en general aplicando una política de ajuste de estas características.
Seamos claros: la reforma recién aprobada consagra una opción de política económica y cierra constitucionalmente la puerta a otras que podrían ser legítimamente utilizadas para intentar salir de esta crisis profunda. Las razones de emergencia económica no pueden enmascarar el significado último de la reforma. Se trata de una decisión constituyente, una elección política de modelo y de sistema que sanciona formalmente la liquidación del equilibrio de principios y valores que estaba en la base del pacto constitucional de 1978. Tomar una decisión de esa trascendencia sin contar con la opinión de la ciudadanía, es síntoma inequívoco de la baja calidad democrática que aqueja al funcionamiento de nuestro sistema político, o es la expresión de una decisión que ya ha sido tomada previamente fuera de los canales formales de nuestro sistema constitucional y que solo puede ser convalidada por éste. O las dos cosas al mismo tiempo.