De parlamento a club de caballeros

Alfonso Salazar

La reforma de la Ley Orgánica Electoral del Régimen Electoral General del pasado 9 de enero provoca una inédita situación en los partidos políticos minoritarios, que obtiene total actualidad a pocas semanas de la campaña electoral para las elecciones generales.

Ya sabíamos que la Ley Electoral española provoca injustas consecuencias, que no sólo son achacables al Sistema D’Hont. El reparto de escaños tras las Elecciones Generales nunca es todo lo proporcional que se desearía, ni el número de votos recibido por un partido o agrupación electoral se traduce en un exacto número de escaños. Para ello, lógicamente, el número de escaños debería ser variable y, por matemática, la distribución cargaría con «decimales». No puede existir una exactitud tal. En una comparación, espacial y muy gráfica, podemos citar qué contaba Borges en El Hacedor, tomando palabras de Suárez Miranda: En aquel Imperio, el Arte de la cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. A este punto de ironía nos acogemos para plantear que sólo un Parlamento que acoge a todos los electores es un Parlamento que reproduce exactamente a todos los ciudadanos. Así que toda representación precisa de un sistema.

Pero el problema de la representación del Sistema Electoral español reside en un término, que si bien en el texto de Borges tiene una referencia únicamente espacial, en nuestro caso lo tiene de injusticia representativa. El término es Provincia, un concepto arcaico, una distribución administrativa ideada por el motrileño Javier de Burgos en 1833. Tal distribución provincial sólo admitió alguna leve corrección en las Islas Canarias durante el gobierno de Miguel Primo de Rivera, la desaparición de otras (con la liberación de las colonias y protectorados) y quedó consagrado en la Constitución de 1978.

Del arcaico sistema nos quedan las banderas provinciales, algún himno por aquí o por allá, gobernadores provinciales travestidos en delegados y subdelegados y, sobre todo, dos principales instituciones. Una administrativa, la Diputación Provincial, y otra que afecta al sistema electoral: la circunscripción electoral. Como no es el lugar de tratar sobre las Diputaciones, que esperamos desaparezcan a tiempo y dejen su lugar a las mancomunidades y el agrupamiento de municipios, si es que se quiere llegar a los lugares más recónditos y los pueblos más pequeños de nuestra geografía, reseñamos que el sistema se sustenta en una vetusta institución que otorga representantes en el Parlamento sin atender a la distribución de la población. Toda provincia, como sabemos, esté más o menos poblada, reparte un par de escaños como mínimo, costitucionalmente fijado. El resto de escaños se distribuye según población. Y es sabido que en número de votos un escaño barcelonés «vale» más votos que uno segoviano. De hecho, los partidos con el voto disperso están siempre infra-representados. Súmese a ello que las candidaturas que no superan el 3 % son votos no computados. Recientemente portavoces del PP añaden más leña: quieren reducir el número de diputados, con lo cuál, si se mantienen los mínimos constitucionales señalados la representatividad caerá en picado en favor de los grandes partidos.

Pero la Ley Electoral española recibió otro mazazo en el Boletín oficial del Estado del pasado 29 de enero. Dada la fecha, no hay que sospechar que sea una urticaria que responda al síndrome del 15-M. La reforma del artículo 169.3 de la Ley Orgánica Electoral del Régimen Electoral General pretende consolidar las posiciones de los partidos parlamentarios en detrimento de aquellos que en la recientemente agotada legislatura no obtuvieron escaño alguno.

El artículo 169.3 queda redactado de la siguiente manera:

3. Para presentar candidaturas, las agrupaciones de electores necesitarán, al menos, la firma del 1 % de los inscritos en el censo electoral de la circunscripción. Los partidos, federaciones o coaliciones que no hubieran obtenido representación en ninguna de las Cámaras en la anterior convocatoria de elecciones necesitarán la firma, al menos, del 0,1 % de los electores inscritos en el censo electoral de la circunscripción por la que pretendan su elección. Ningún elector podrá prestar su firma a más de una candidatura.

No sólo traba el acceso de minorías al Parlamento sino que la opacidad del artículo, la inexistencia de indicaciones de tiempo y forma de la recolección de firmas, exige a los partidos nuevos en el ruedo -y a aquellos que perdieron escaños en las elecciones de 2008- una dedicación discriminatoria y posibilita que sólo 10 de las 92 candidaturas presentadas a las pasadas elecciones tengan actualmente asegurada su presencia en las papeletas. El esfuerzo que debe realizar una formación que aspire a presentarse en todo el Estado es descomunal: más de 30.000 firmas. Además, la policía municipal madrileña y la Universidad de Granada, por citar dos casos, ponen escollos a la recolección de firmas. La iniciativa www.yoavalo.org intenta poner luz ciudadana a este caos.

La reforma conlleva un empobrecimiento de la oferta democrática, arruina el pluralismo político en el periodo interelectoral -al pretender eliminar a los partidos minoritarios-, minusvalora el hecho representativo, abate la igualdad ante la Ley, provoca una grave limitación de los derechos del ciudadano y, finalmente, propone una extravagante exigencia: el ciudadano tiene que justificar su derecho a concurrir a un proceso electoral.

Podía haber sido peor. Podría el Parlamento haberse decidido por las normas de los clubes de caballeros londinenses, método extendido por asociaciones privativas de todo el mundo, y exigir el aval de algún miembro del club para entrar en el mismo. Quien no se consuela es porque no quiere.

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