Acerca de las memorias de Christopher Hitchens
PORTADA DEL LIBRO
Acercándose a la conclusión del libro, el autor de Hitch-22 (*) expresa una idea por lo demás recurrente a lo largo de su texto: “La labor habitual del ‘intelectual’ es defender la complejidad e insistir en que los fenómenos del mundo de las ideas no deberían convertirse en eslóganes ni reducirse a fórmulas fáciles de repetir”. Desde ese punto de vista, queda excluida cualquier tentación de tildar a Hitchens de alguien falto del coherencia en su trayectoria intelectual y sus concepciones políticas.
Sin embargo, pese a ser considerado unánimemente como el mejor ensayista británico desde George Orwell, ha atraído sobre sí la desgracia, si así puede decirse, de ser interpretado casi exclusivamente desde el punto de vista de su viraje ideológico: de adalid de la izquierda en su juventud de militancia trotskista hasta convertirse en una suerte de paladín del neoconservadurismo americano y -en palabras de Ian Buruma- un “estridente patriota americano”. Para Hitchens, desde el infausto 11-S estaríamos inmersos en una guerra de civilizaciones, y el islamismo fascista sería una amenaza similar a la que ejercieron los nazis en el siglo pasado.
Esta condición polémica de su viaje de la extrema izquierda a la derecha más dura (amigo y consejero de conspicuos miembros del Departamento de Estado de la Administración Bush) es algo que el autor no deja de tener en cuenta y a cuya explicación dedica gran parte de su discurso. Al punto de que, a veces, ese prurito justificatorio lastra un libro brillante en muchas de sus zonas, como lo son por ejemplo las estrictamente memorialísticas.
Educado en Oxford y Cambridge, donde estudió filosofía, política y economía, entra muy joven en el LabourParty, del que no tarda en ser expulsado por no compartir el apoyo del partido a la guerra de Vietnam. Se adhiere a un pequeño grupo trostkista y comienza a colaborar en New Statesman, semanario de izquierda editado en Londres y dedicado a asuntos políticos y culturales. Desde entonces hasta hoy, Hitchens ha desarrollado fundamentalmente tareas de corresponsal y analista político a través de los más diversos medios, ha visitado sobre todo lugares de conflicto (Irán, Irak, Uganda, Chipre, el Sáhara, Argentina, Rumanía…), y destacado como polemista con una pasión y un rigor difícilmente superables, al punto de que una publicación tan influyente como Time no ha dudado en colocarlo entre los diez pensadores más influyentes del mundo.El Ulster, Líbano, Palestina, la cuestión judía, Kissinger y el putsch chileno, Bosnia, ningún escenario ni personaje de trascendencia le ha sido ajeno, y ello sin dejar de cultivar su vertiente frívola: presume de haber escrito un ensayo sobre el origen del término blowjob -mamada- por encargo de su director en VanityFair, publicación en la que actualmente ejerce tareas de redactor. Como dice el propio autor al evocar sus comienzos en New Statesman, a propósito de sus visitas a Belfast, él accedía por la noche a las tabernas de los barrios donde se habían producido bombas y tiroteos, y “lo podías hacer como activista político o periodista, o, en mi caso, como una combinación amateur de ambas. He de admitir que a veces encontraba esa doble vida algo más que metafóricamente embriagadora”. En cualquier caso, lo que resulta evidente en Hitchens es su vocación de constante intervención pública dentro del espacio político y cultural, primero inglés y luego norteamericano, a raíz de su mudanza a USA y posterior nacionalización como ciudadano de aquel país , con juramento ante el monumento a Jefferson en la cuenca Tidal incluido. En medio queda una gran obra y el ya aludido pronunciadísimo viraje político hacia posiciones neocons que puede situarse a partir de la fetua contra Rushdie y lo que el propio Hitchens consideró una tibia respuesta por parte de la izquierda a las amenazas islamistas, se continúa con el horror del 11-S y acaba con su apoyo a la invasión de Irak, en la que soslaya la existencia o no de armas de destrucción masiva en cuanto que lo importante habría sido el derrocamiento de –entre otras cosas- un dictador y genocida del pueblo kurdo y la eliminación de un baazismo que prometía sometimiento y miseria a Irak por los siglos de los siglos.
Hitchens, si así puede decirse, despliega su línea argumental bordeando casi siempre el exceso. Se le ha objetado razonablemente que no hay nada criticable en su apoyo al derrocamiento violento de un dictador sanguinario como Sadam, pero sí en cambio en su crítica a los que no comparten su entusiasmo acerca de la invasión de Irak y su denuncia de una fantástica campaña internacional de difamación comandada por aquellos como SusanSontag o Norman Mailer, más preocupados -según él- por salvaguardar su imagen progresista que por la suerte del pueblo iraquí. En las páginas de Hitchens late en cierta forma el furor del converso, necesitado de alancear, ora sean tibios de corazón, ora panfletarios tipo Michael Moore, Oliver Stone o Gore Vidal, con los que ha mantenido –entre otros muchos- duras disputas.
Esta condición desbordante, excesiva, se palpa, por ejemplo, en su decisión de trasladarse a EE.UU. Decide que ha de “ser norteamericano”, que ha de construirse una conciencia y una existencia que amerite ser un ciudadano de pleno derecho, un auténtico norteamericano. Y para qué esconder –por decirlo de algún modo- su condición de hincha de Norteamérica, aunque sea recurriendo a argumentos naivescuyo sentimentalismo no deja de sorprender en boca del tantas veces rudo polemista: la llamada americana yase dejaba sentir en su época de estudiante, cuando, según él, “…me vi expuesto al gran interrogante que me ha ocupado desde entonces: ¿cómo puede ser Estados Unidos la sociedad más conservadora y comercial y al mismo tiempo la más revolucionaria de la tierra? (…) Había una canción llamada “GoWhereYouWannaGo” [de The Mamas and the Papas] y, cuando la ponía en mi alojamiento en la buhardilla de Balliol, casi garantizaba que tendría que salir y caminar inquieto por el patio antes de poder dormir.”
Ese ideal americano ha de construirse a contracorriente del pensamiento crítico americano. Después de los atentados contra las Torres, Hitchens ve a la izquierda estadounidense en estado de cínismo, derrotista e imbécil desde el punto de vista moral, un grupo con el que sólo cabe polemizar y romper. Se percata, por ejemplo, de que Chomsky “no creía que, para empezar, Estados Unidos fuese una buena idea. Mientras que yo había llegado a apreciar poco a poco que sin duda lo era, y me sentía cada vez menos tímido a la hora de decirlo.” Y de nuevo surge Auden, su querido Auden, para el que por ejemplo los rascacielos proclamaban “la fuerza del Hombre Colectivo” y eran representantes de la confianza y el ingenio de los trabajadores que orgullosamente lucharon en su construcción.
En cualquier caso, resulta descabellada la principal idea-fuerza de Hitchens consistente en establecer un paralelismo entre las amenazas que se ciernen hoy sobre la paz mundial y las de Europa en el pasado siglo con Hitler y el nazismo. Tampoco la invasión de Irak se hizo para terminar con un genocidio como el de Bosnia en los 90, ni podía identificarse a Sadam Hussein con Al Qaeda, y el hecho de que aquél no contara con armas de destrucción masiva no era tan irrelevante, pues en él se basaron los norteamericanos para la invasión. El propio Hitchens reconoce que dichas ADM “podían admitirse como un elemento emblemático de todo lo infecto y derrochador que había en el sistema baazista”, lo cual sería admisible si no fuera por lo ya dicho: la justificación de la invasión americana se basó exclusivamente en la posesión de las armas por parte de Sadam. Se ha dicho con razón que toda la coherencia del pensamiento de Hitchens, su compromiso contra la violencia, la tortura, los regímenes totalitarios, su directa implicación no exenta de riesgos personales, todo ese edificio se vino abajo con su amistad y alineación con las gentes del Pentágono.
Pero Hitchens no deja su agudeza y su brillantez, sobre todo en aquellos capítulos del libro en los que no late esa pulsión polémica autojustificatoria: los dedicados a sus años de colegial, al padre y al conmovedor y trágico retrato de la madre –quien ocultó a la familia su ascendencia judía por lo que ésta pudiera constituir de menoscabo en su situación social-. Cada uno de ellos contribuyó a modelar dos aspectos fundamentales de su juventud: la preocupación por su status social, en el caso de la madre, y el declive del Imperio, en el del padre, un exmiembro de la Marina Real que, ante la pérdida del imperio colonial, se pregunta junto a sus compañeros que para qué hicieron una guerra.
(*) Christopher Hitchens. Hitch 22 (Memorias). Editorial Debate, Barcelona 2011.